lunes, 7 de septiembre de 2009

TRES EN UN BURRO

Se preparaba la navidad en los escaparates del barrio. El quimérico Scalectrix y la escopeta Safari buscaban un dueño en la primera fila de la mercadería. Yo era demasiado niño para gustos tan sofisticados. Prefería el Exín Castillos aunque era un juguete demasiado caro. Necesitaba unas gafas que no sufragaba la Seguridad Social y sólo la revisión oftalmológica costaba dos sueldos de mi padre. Mi vista era el caballo de Troya de mi madre. Me estaba quedando literalmente ciego y no veía tres en un burro. El oculista, un hombre de aspecto resuelto y avispado, se interesaba por mi evolución en la guardería mientras analizaba el fondo de mis ojos. Con un aparato monstruoso me mostraba un payaso y una trompeta, un pájaro y una jaula, mientras una enfermera acondicionaba el taburete giratorio.
Algo raro debió observar o imaginar tras la prospección porque se retiró a un despacho adjunto donde hizo entrar a mi madre. Al salir de la consulta, ella lloraba compulsivamente mientras apretaba mi mano hasta amoratarme las yemas de los dedos. A la salida del consultorio paramos frente a una heladería. Le habían sobrado unas monedas que pensaba invertir en pastillas de jabón aromático para los cajones de su ropero. Pero creyó más conveniente invitarme a una horchata como premio excepcional a mi conducta heroica. Al llegar a casa, algo más tranquila, llamó a mis hermanas y juntas esperaron llorando la llegada de mi padre. Yo no tenía ni la menor idea de lo que estaba pasando porque tenía solo dos años y medio. Al parecer mis ojos estaban perfectos. Ni sombra de cataratas infantiles, ni miopía ni hipermetropía. Nada. No obstante, me estaba quedando ciego a pasos agigantados. La culpa la tenía una mínima mota de grasa que seguramente se había instalado en el nervio óptico. Esto era lo mismo que un tumor cerebral y, por lo tanto, había que intervenir a cráneo abierto. Las posibilidades de sobrevivir eran dos de diez. Al salir del quirófano podía volver a ver o salir listo de papeles. Una craneotomía era el término correcto. Pero había que decidirse ya, y la intervención tenía un precio astronómico para tratarse de 1968. Mi padre cobraba doscientas pesetas a la semana así que, o se afanaba más en su empeño o me donaban al hospital por interés científico.
La única opción fue la segunda. Fui donado a la ciencia, a la caridad de la sanidad pública. A pesar de todo iba a ser Fernández Rota el gestor de la intrincada operación, una eminencia en la cirugía oftálmica, y más tarde mi segundo padre. Él y tres doctorandos en la especialidad.
El día de la operación me despertaron muy temprano. Me pusieron un desayuno de pan migado en leche con azúcar. Mi querida madre notaba algo extraño el en aire de aquella mañana. Me quitó el desayuno bruscamente de las narices. Recordó que tenía que ir en ayunas a la operación. Sudó mi madre, pero salvó la situación. Al llegar al hospital un verde turquesa se introdujo en mis retinas para el resto de la vida. La bata de las enfermeras, el zócalo de los pasillos, las sábanas y hasta el color del suelo. Me raparon la cabeza al cero mientras lloraba como un cachorro destetado. Entonces alguien me puso la mano en el cuello. Era una mano cálida y arenosa. Soplaba un viento del Estrecho que movía el mosquitero de la cama. Una mujer vestida de blanco, con un velo en el rostro, me acomodaba el lecho y me mostraba el mar a mis pies.
-Cuando despiertes nadaremos todo el día, jugaremos en la arena, vendrás a mi castillo...
La nada tiene sucursales en todos los quirófanos. Mis hermanas y mi madre llevaban más de veinte horas esperando en la sala de despertar. Una enfermera las avisó. Ya estaba moviendo los dedos de una mano. Volvía en mí de aquella costa de sirenas, de aquel relámpago de agua.
Mis hermanas no pudieron evitar llorar al ver mi cabeza como una pelota de rugby. Pero al parecer no dejaron ningún cable suelto en mi mollera. Mis primeras palabras tras el letargo anestésico fueron un requerimiento biológico.
-¿Y mi leche migada?
Mi madre respiró tranquila. La máquina funcionaba. El resto, como toda madre sabe, lo hace la vida, la calle, el futuro trabajado día a día. La fatalidad o la fortuna.

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