lunes, 7 de septiembre de 2009

1973

Como cualquier día de vacaciones, mi madre untaba mantequilla en las tostadas y hervía un litro de leche cruda para darnos el desayuno a mis hermanas y a mí, cuando de golpe sonaron disparos de armas de fuego. Sorprendidos por el atronador ruido de las balas mi madre se asustó y quiso asomarse a la calle para ver qué ocurría sin impedir que yo saliese por el resquicio que quedó libre y me dirigiera corriendo al lugar de los hechos. Mi madre gritó para que no me fuera de casa un hijodeputa que quedó en la retina de los oídos de todo el barrio. Pero a pesar de su afán protector yo ya estaba metido en meollo de la joyería de La Atalaya, en la que El Lute y dos de sus secuaces habían perpetrado un robo frustrado con resultado de un muerto y dos detenidos. El Lute había sido perseguido sin éxito durante dos años por toda la geografía andaluza, en la que se le suponía escondido. La Guardia Civil, cuerpo al que pertenecían dos hermanos de mi madre, desplazados en la búsqueda del delincuente, estaba en el acoso y derribo de El Lute después de unos meses. El Partido Comunista, los sindicatos clandestinos, los líderes presos de izquierdas, escuchaban atónitos la noticia. La fuga y persecución de El Lute en su última huida de las cárceles españolas, constituyó el mayor culebrón radiofónico de su momento. A los niños que estudiaban en colegios de curas se los asustaba con El Lute como si fuera La Mano Negra, que se llevaba a los niños para devorarlos. En cambio en los barrios obreros oprimidos por la barbarie, el descalabro y la miseria del franquismo, El Lute era poco menos que Robin Hood, o El Tempranillo de fin del siglo XX. Su foto de reo, con el brazo en cabestrillo y agarrado por los picolos, se convirtió en el mismo icono que el de El Che o el de Paco Ibáñez, que ya se distribuían en las librerías clandestinamente. El nombre Eleuterio Sánchez en la pésima caligrafía del autor, llamaba a la alfabetización de la clase obrera. O sales de la ignorancia aprendiendo a leer y a escribir como hizo El Lute, o serás toda tu vida un paria. Las vietnamitas trabajaban a destajo sacando octavillas a favor de El Lute que se arrojaban en la puerta de las fábricas y centros de trabajo. El quincallero de Salamanca se había convertido en el mayor reclamo publicitario contra el régimen de Paquito Franco, haciendo evidente la flaqueza y pobreza de recursos de la dictadura. La mayor vergüenza del régimen.
Pero aquel año tan funesto para las libertades y los héroes mitológicos se iba a cerrar con un buen postre. Una bomba estallaba en Madrid al paso de un coche oficial que saltó por los aires alcanzando la sexta planta de un edificio adosado a la iglesia en la que Don Luis Carrero Blanco acababa de confesarse y comulgar para limpiar sus pecados. No sabemos si se disculpó de los asesinatos contra las fuerzas elegidas democráticamente en la Segunda República española. No se sabe si pidió disculpas por los desaparecidos tras la llegada de las Tropas nacionales a la ciudades y pueblos de toda España. Ignoramos si pidió disculpas por la opresión y represión que vivimos todos durante cuarenta años. Pero lo cierto es que durante unos momentos, las autoridades buscaron el coche oficial sin éxito porque éste se encontraba encaramado en la azotea de un edificio de pisos.
La noticia supuso tres días de luto oficial, que incluía no ir al colegio a los niños y niñas, y mantener música militar ininterrumpidamente en los medios de comunicación oficiales, Radio Nacional y Televisión Española.
En mi barrio se celebró una fiesta clandestina en el bar de El Ronco, un viejo comunista con la garganta perforada por una traqueotomía. En plena euforia por los sucedido en Madrid, Arcadio, el taxista, sacó una corbata vieja y la cortó en pedazos. La corbata, decía él, había caído del cielo en la azotea de su casa dejando una estela de polvo en su camino. Sin lugar a dudas, era la corbata de Don Luis, lo que hizo que todo el mundo se le arrojase encima para conseguir, previo pago, un trocito del souvenir tan deseado por todos. La fiesta se prolongó en silencio hasta las seis de la mañana entre brindis y vino blanco, esperando que algún día le ocurriese lo mismo a Don Paquito.

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