lunes, 7 de septiembre de 2009

PERDIDO

Había heredado la bicicleta de mi tío paterno. Una clásica bicicleta de acero con manillar de paseo y frenos de varilla. Era negra y pesadísima, pero me servía para ir y volver al instituto ahorrando el dinero del autobús. Los viernes salía con doscientas pesetas para cerveza y para el autobús que canjeaba por cigarrillos. Recogía a alguna amiga que venía montada en la barra de la bici y nos dirigíamos al centro.
Allí nos veíamos con la pandilla. Un círculo bastante heterogéneo y disoluto. Todos estudiábamos en un Instituto del extrarradio, un centro que acogía a todos los chavales derivados de los barrios al margen. El baremo de los restantes institutos dejaba claras nuestras posibilidades de inserción social. No era un instituto de segunda fila, pero dada su situación geográfica y lo variopinto de su población, acabó generando una camada de desarraigados considerable. En la puerta de entrada se colocaban algunos tiburones que inspeccionaban a cada niño y cada niña. Te robaban el reloj digital, las zapatillas de deporte, el bocadillo, el dinero de bolsillo. Para ello te amenazaban con una navaja o con una botella de cerveza rota. Te desplumaban. Si tenías una bici nueva tenías que perderle el cariño.
La suerte de mi bicicleta eran sus treinta años de vida y de óxido. Paseaba en ella a mis anchas porque nunca fue objeto de devociones ajenas. Era mi medio de transporte, un icono de la vida de aquellos años errantes. Mis amigos me la pedían para ir a comprar litronas o porros. Yo había desarrollado una gran habilidad para manejarme con ella. Llegaba a todos los barrios. Atravesaba todas las avenidas y jardines. Llevaba a mis amigas al centro.
En el Postigo nos encontrábamos los viernes para festejar nuestra juventud y nuestras ganas de juerga. Los coletazos de los setenta trajeron una caterva de seres inútilmente antisociales y comemierdas. La lista era más o menos la siguiente: los punkis eran muy llamativos y vistosos. Eran como folclóricas borrachas arrebatadas de las colas del INEM. Los roqueros eran gente negrísima. Negros por dentro y por fuera. Melenudos como Jesucristo Superstar en versión gitana. Los jipis eran modositos niños de papá reciclados, con ropa aparentemente vieja, pero muy solventes. Los grifotas eran gente de mala vida que suministraban droga o navajazos. Los modernos, los esnob, los tecno constituían una colorida gama de individuos que prefería otra clase de drogas y de música.
Yo era un macarra de barrio muy disoluto que no tenía apego a ninguno de los atuendos ni estilos. Poco a poco me fui convirtiendo en un llanero solitario de las noches alcohólicas. Me podía la necesidad de distinguirme de todos, de no parecerme a nadie, de tener mi propio sello. No había más cultura que la obnubilación, el pegamento, el alcohol, las anfetas, la heroína, la cocaína. Eran drogas estamentales y aclaratorias. Cada tribu tenía su propia droga, lo que generaba distintas conductas y castas sociales. Los pijos, gente guapa y de Lewis, no se mezclaban con nadie. Pero se permitían la coca, la droga más cara del mercado.
A las nueve comenzaba la orgía en la calle. Cada grupo se atrincheraba en un portal. Se gestionaban litronas y porros. Hasta las doce todo era tribu y sociedad. Pero cuando todo el mundo estaba colocado la cosa cambiaba. La hostilidad se adueñaba de los sitios de marcha. Los territorios estaban marcados por hitos claros y pedagógicos. Si te confundías de calle o de garito, tenías serios problemas para seguir en el paro.
Por pura empatía y por necesidad de subsistencia, acomodé en mi atuendo directrices estéticas de todas las peñas. La finalidad era conseguir un aspecto híbrido y selvático que me mantuviese al margen de las disputas y rivalidades. Por hacerme invisible, transparente y literario, y por no perderme nada de lo que se fraguaba en cada sitio. A veces me perdía de mis amigos, o me invitaba a beber gente de la calle con la que compartía peregrinaje espiritual. Me daban las cinco de la mañana agazapado en algún portal. Hacía un serio esfuerzo por erguirme y caminar. Buscaba por instinto mi bicicleta y atravesaba la ciudad hasta mi barrio. Pensaba en las playas de Cádiz, en las arenas de Sanlúcar, en el Levante del Estrecho. Pero la realidad se imponía. La carretera estaba en llamas, los bomberos apagaban los contenedores de basura incinerados, los vecinos se asomaban fumando a las ventanas en plena madrugada. Las ratas hacían cola en la basura. El cementerio de los sueños me esperaba de vuelta a mi casa.

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