lunes, 7 de septiembre de 2009

GYPSY DREAMS

En el número 20 de la calle Isaac Peral vivían hacinadas varias familias de payos, quinquis y gitanos. El número 20 era temido por los empleados de correos, de la policía o de cualquier miembro de las fuerzas del orden. Nadie se adentraba en aquel pasillo que desembocaba en un patio con una letrina comunitaria y un fregadero para toda la comunidad.
Fidel había gastado todo su dinero en una guitarra para su hija Clara la única gitanita matriculada en el Conservatorio Superior de Música de Sevilla. Clara estudia quinto de instrumento porque su padre se empeñó en que tuviera una formación clásica y una instrucción que le permitieran salir de tollo, la cochambre arrabalera en la que se había criado. El padre de Clara adoraba a su hija que estaba compaginando con éxito estudios de Bachiller y de Música. En cambio, Elena, la madre de Clara se ponía roja de iracundia cuando veía a su niña vistiendo unos vaqueros ceñidos al cuerpo.
-Una gitana debe cuidarse de los payos, mirar por su reputación- pensaba la madre de Clara.
Clara con apenas dieciséis años pasaba horas estudiando y dando clases particulares de guitarra flamenca para pagar sus estudios mientras la madre maldecía la hora en que Fidel llevó a la niña al conservatorio. Fidel perdía los papeles con Clara, la quería y luchaba por su futuro. Había hecho trabajos indeseables pero honrados para sacar a su hija adelante, echando horas y horas en la calle y cobrando unas miserables pesetas. Pero al oír por bulerías a su hija, todo el dolor y el esfuerzo estaban justificados. Su padre seguía de cerca los pasos académicos de Clara, que entre otros había ganado algún premio de promoción de grado elemental y grado medio.
De los dedos de clara brotaban acordes barrocos con una ligera mezcla de fuego y caldero gitanos. Su alma flamenca paseaba por el mástil de la guitarra llorando paisajes que hacían suspirar a su padre. Y si Clara tocaba sin partituras, el corazón de su padre se detenía como un metrónomo sin cuerda. Él había sido toda su vida un guitarrista frustrado con dedos de albañil.
En su dieciséis cumpleaños hubo alguna sorpresa. La extensa prole de la familia Quintana, primos, tíos, abuelos, patriarcas, matriarcas hasta un total de cincuenta personas esperaban la llegada de Clara en el patio de Isaac peral, 20. Sentados sobre cajones de cerveza, escalones y rebates. A la diez de la noche la familia se impacientaba un poco por el retraso de la niña y sobre la cama de matrimonio de los padres fueron acumulando toda suerte de regalos de ajuar: billetes, esclavas de oro, pendientes de coral y diademas de piedras preciosas. Entre sus primos eran varios los que la habían cortejado desde niña.
La expectación crecía y las cervezas caían a docenas. La abuela Tamara hacía migas con chorizo en un perol descomunal y todos los gitanitos hacían palillos y tocaban las palmas por Triana, barrio del que fueron exilados por el ayuntamiento.
Pinta angelitos negros…
Clara, dedos de seda y martillos sobre las cuerdas, alma errabunda y ojos de noche de lobos. Cerebro logarítmico y alma guerrera. Llega al barrio acompañada de su amigo Klaus, ajena al bodorrio. Klaus, querubín alemán, sevillano con acento bábaro, rubio como la cerveza, ojos azul cielo y dos metros de persona.
Pinta angelitos negros…
Suena el timbre. Se hace el gran silencio. Se abre la puerta, entran por orden, Clara y después Klaus, llegado en el peor momento, confundiendo los parámetros cronoespaciales.
-Os presento a mi novio Klaus.
Se sabe que desapareció y su padre la buscó largos años. Se sabe que fue desheredada por su familia, pero decidió marcharse y perderse. Abandonó a los suyos y le resultó doloroso dejar a su padre. Pero la sangre guerrera le podía sobre todas las cosas. Su destino iba a ser sólo suyo.

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