lunes, 7 de septiembre de 2009

BLANCO Y NEGRO

Corrían malos años para la actividad política. El pasado difunto todavía pesaba mucho en la conciencia colectiva y las comisarías de policía. Los jóvenes se reunían en torno a locales cristianos donde se fraguaba la movida intelectual y política clandestinamente. Las librerías ofrecían bajo cuerda las obras de Marx, literatura erótica y los casetes de Paco Ibáñez o Víctor Jara.
En mi calle sola había una televisión y los niños hacíamos cola para ver los dibujos animados o el cine cómico mudo. Cada uno tenía que llevar su propia silla. Por este método conseguí ver las películas más notables de Chaplin o Lloyd, los dibujos de la Warner y algunos documentales sobre felinos. Una Navidad menos rigurosa que las habituales mi padre consiguió dinero con unos trabajos extraordinarios. Después de un pétit comité familiar se decidió que la televisión sería el único regalo para todos. Hoy no podría entenderse el efecto que produjeron aquellas radiaciones luminosas en los ojos de un niño. Sólo un canal, con una limitada programación, el himno al iniciarse y al finalizar cada día. La carta de ajuste y los partes informativos. Le hicimos más fiesta a la televisión que a ningún otro evento familiar. Ya no había que hacer colas en casa de la vecina para ver las películas. Todo un avance, un progreso social, tenías televisión y ya eras alguien importante en el barrio.
Más fuerte y más rotundo que todos los telediarios de la época fue la difusión en horario nocturno de un filme que marcaría mis retinas para siempre. Mis padres habían sido invitados a una boda muy sonada del barrio. Mis hermanas estaban en un campamento organizado por las Juventudes Cristianas, en la sierra. Yo estaba convaleciente de unas fiebres que me habían retirado a la cama. A las diez de la noche bajé de mi habitación al sofá. Encendí la máquina y sin saber de qué título se trataba me puse a ver la película.
Ojitos, un niño de siete años, llora abandonado por su padre en las calles de Ciudad de México. Aunque pasan los días, sigue con la ilusión de que su padre aparecerá para llevárselo. Nada más lejos de lo que ocurrirá.
El Jaibo, precoz delincuente que acaba de escaparse de la escuela correccional y que vive entre sus amigos de la calle como un héroe auténtico, busca al delator que lo acusó de un homicidio. Cuando lo encuentra, en su lugar de trabajo, una fábrica de ladrillos, lo mata golpeándolo con una enorme piedra y un palo en la cabeza.
Buñuel no hacía muestra de un gusto morboso por la violencia, de hecho solo muestra la sombra sobre el muro en la que se intuye el homicidio. El único personaje que se gana la vida honradamente en este submundo es aplastado por su pasado, su barrio, su vecino. El destino negro de aquel personaje era una marca de origen. La caducidad de la esperanza era la cruel enseñanza de director.
En mis ojos atónitos aquella tragedia cotidiana del cuarto mundo era algo más que una cuchillada en un ojo de párpados abiertos por una mano. El surrealismo que destilaba aquella película de 1951, era una reminiscencia de la vida parisina de Buñuel. La muerte alcanza al protagonista, al antagonista, a los personajes salidos de las ratoneras, de la miseria mostrada en primer plano y sin atrezzo. Eran niños de la calle y no actores. Una única licencia literaria se permite el autor. En una foto fija de un adolescente abatido a tiros por la policía, el difunto murmura un monólogo antes de expirar: «Míralo, Jaibo, por ahí viene el perro sarnoso...». Aquella imagen, junto con la del protagonista de diez años, arrojado en el interior de un saco a un estercolero, infectaron mi conciencia de miedo y de dolor. Aquella impronta terriblemente violenta e hiperrealista me dejó aturdido varios días, me dio un tercer ojo para ver más allá de la fachada de la vida. Un marchamo de sensatez y de cordura. Todo el mundo merece una vida digna, una familia, un plato de comida, un juguete, un sueño por el que luchar, un camino elegido.
La miseria de las calles de México no era distinta de la de cualquier otro lugar del mundo. El sistema que empezaba a mostrar sus mandíbulas en nuestro país ya le había devorado el tuétano a los niños de una de las ciudades más superpobladas del mundo. Ese sistema llegaría a nosotros años después en forma de plástico cómodo y versátil. Para comprar comida, televisiones. Para comprar viajes, sueños, cámaras de vídeo, comida basura. Para comprar la felicidad o para disimular la insatisfacción que hoy se cura en los divanes de cuero de los psiquiatras.

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