lunes, 7 de septiembre de 2009

LA FOTOGRAFÍA

Sólo conservo una fotografía de joven de mi padre. Nadie habla ni quiere oír hablar de eso, el árbol genealógico que nos maltrajo a este mundo. Era un hombre fornido –y sigue siéndolo─. Pero en la fotografía lo que predominaba sobre todo era una sonrisa abierta de las pocas sonrisas que recuerdo de mi padre porque él destacaba como un tipo serio. En la foto aparecía en camisa de mangas a cuadros. Era una tarde tan tórrida que las vacas del camino que iban a casa de la tía se habían convertido en monolitos urbanos disecados. Como no había nevera en casa de pobre, la bebida se enfriaba comprando un bloque de hielo que duraba dos días. Festejábamos un bautismo cristiano, que, a lo que yo alcanzo, me parece ser el único sacramento que tenía entonces visos de religioso.
El padrino y la madrina del neonato eran mis padres y en aquel convite fumé por primera vez con licencia y vista de ellos. Como en un rito de iniciación prendí con un cerillo un Ducados y la calada profunda que di al cigarrillo me llegó hasta la memoria. Estuve dos días tosiendo y se me puso de momento voz de cantinero. Mi prima hacía el pino con falda y yo no perdía detalle de sus braguitas aunque me estallasen los pulmones por la tos. Mi primo Tonio intentaba hacerle carantoñas sexuales a un borreguito enano que siempre lo acompañaba. El pobre era inocente. Pero no es que pesase sobre él una condena inconfesa, sino que padecía retraso intelectual. Y su padre que pasaba por ser el más listo de la familia, rompió a martillazos la primera televisión por el resultado de un Betis Sevilla. Mi tía Mar, la anfitriona, había heredado una dita y paseaba a todas horas montada en un Vespino blanco para cobrar letras. Le debía dinero todo el barrio pero su corazón humilde no le dejaba robar a sus clientes en el precio. Su Hija Alicia se fue de casa sin avisar a los doce años, y volvió a los diecisiete con tres hijos, y abandonada por su pareja. Estuvo pariendo hasta que alguien le comentó la existencia de una funda de goma que se ponía en la parte convexa de la cópula. Los condones la liberaron de seguir pariendo, pero las criaturillas que ya tenía no paraban de pedir comida y ropitas. En casa de Tía Mar podían vivir, considerando alguna que otra fluctuación, alrededor de quince personas, pero ni ellos mismos podían establecer el vínculo familiar que les ataba.
A la vuelta del festejo, por la Nacional IV, a la altura de la hacienda de Su Eminencia, los pastos habían comenzado a arder por pura autoignición y un plano manto de humo dividía la realidad entre el subsuelo y la evanescencia. Por esa carretera volvía mi madre caminando, con su único vestido de fiesta y el humo y el movimiento de su marcha quedaron impresos en la retina de la única foto de joven de mi madre que conservo.

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