lunes, 7 de septiembre de 2009

ACTO TERCERO
…abro la mano y lo tengo todo...
PERROS Y ROCK AND ROLL

Siempre quise heredar el reloj que mi padre guardaba en su mesita de noche. Había pertenecido a mi tío Antonio, nombre poco literario, pero más pegado a la fantasía que el Correcaminos. Sobre correr caminos, sabía mucho mi tío. De joven estuvo montando la vía del tren de La Belgique. Queda testimonio gráfico en una foto en la que él bebe de la bota de un vasco compañero de suplicio.
Cada domingo impar había carreras de galgos en el canódromo municipal. Era todo un espectáculo al que me llevaba mi tío. Gratuito y exclusivo, tan exclusivo que era el único evento que sucedía en el barrio. Pero recuerdo aquellos galgos enormes con hocicos puntiagudos con la lengua colgando a un lado y el trote más fulgurante del que ganaba la gloria efímera de ser el más rápido y el más perro. En la cantina del canódromo daban vino blanco de Sanlúcar, que bien podría ser el motivo que atraía a mi tío Antonio los domingos impares, además de la música que sonaba en la megafonía, una especie de Rock and Roll cantado por un tal Silvio en lengua aborigen.
Siempre quise heredar el reloj de mi tío Antonio. Antonio, un hombre robusto y trabajador que cayó en el alcohol siendo muy joven y que arrastró su dipsomanía hasta el final de su vida. Cuando me apretaba la correa de aquel reloj suizo, automático, después de ajustar la fecha y las manillas del minutero, tenía la sensación de transformarme en otra persona, alguien que acababa de volver de Bélgica de la vendimia a finales de otoño de 1966.
Era el tercer año consecutivo que hacía la vendimia en el extranjero y a su regreso a Sevilla venía gastando francos con delirio. Se había bebido literalmente el sueldo de toda la campaña en una semana, y cuando regresaba a su casa cada tarde, iba tropezando con todo y balbuciendo mil insultos. A pesar de los cientos de caídas y arañazos que acumuló su dueño, el reloj después de unos años seguía funcionando con precisión. Había que agitarlo en círculos para que su sistema cinético se pusiese en marcha.
Todo le sucedía de un modo descuidado y sin previsión a mi tío, pero lo cierto es que ya contaba con veintiocho años y no se le había conocido más novia ni mujer que la botella. Sólo aquel año que emigró a Alemania e intentó colocarse en una fábrica de automóviles estuvo frecuentando un burdel que los jefes de la fábrica colocaron junto a los barracones donde trabajaban los españoles. E incluso entre los brazos de las prostitutas turcas se quedaba dormido y babeando sumido en su borrachera.
Después de una vida de inclemencias, de oquedades existenciales, y una pronunciada cirrosis, Antonio descansaba en el hospital de miserables de la capital una Navidad, sufriendo un delirium tremens. No reconocía a su hermano, mi padre, ni me reconocía a mí, su sobrino predilecto. Sólo lloraba como un niño asustado por la muerte que se avecinaba. Su organismo no soportaba la sangre sin alcohol, y tardó menos de dos días en morir, entre pesadillas de perros que lo mordían por debajo de la cama.
De él heredé un reloj suizo, cinético, preciso. Cuando lo ato a mi muñeca siento una sed tan profunda y desaforada, que temo lo peor y lo devuelvo a la mesita de noche de mi padre, por si acaso.

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