lunes, 7 de septiembre de 2009

KING KONG

En la calle cada niño era importante por algo que supiera hacer bien. Había quien manejaba la bicicleta como un malabarista. Quien conducía la moto de su padre o quien hacía el pino sobre un patinete en marcha. Otras tenían un éxito precoz con las niñas. Yo sólo sabía hacer algo mejor que los demás, correr. Y corría pero no era el más rápido. Corría y resistía corriendo más kilómetros que todos mis amigos. Corría con o sin causa, a veces perseguido por algún vecino furibundo. Corría al salir del cine entre la bulliciosa multitud agolpada. Esquivaba a la gente que caminaba pausadamente, con el único objetivo y por el único placer de correr.
En invierno jugábamos en pandilla a dar vueltas a la manzana. Corríamos como verdaderos atletas de diez años sin tregua y sin respiro hasta completar el número de vueltas que previamente habíamos acordado hasta caer extenuados. Un día triunfante y soleado para mí, después de dos horas corriendo, se colocó el listón más alto de todos los tiempos. Veinte vueltas a la manzana. Los pocos privilegiados que constituíamos el grupo de elite comenzamos a correr midiendo nuestras propias fuerzas y las ajenas. Había que seguir una estrategia para ganar. No abandonar al menos hasta que los rivales lo hubieran hecho. A los treinta minutos llevábamos recorridas quince vueltas y sólo quedábamos tres corredores. A las dieciocho vueltas sólo dos. A Fermín, mi rival más contundente, no se le veía resoplar de agotamiento. La carrera iba a decidirse en los últimos metros. Contuve un golpe de velocidad a falta de dos vueltas, y temí que mi amigo comenzara un ataque seco. Al ver que no lo emprendía, eché toda la leña al fuego y recorrí la última vuelta como un potro salvaje.
En la ilusoria línea de meta, que era la puerta de mi casa, me esperaba la gloria y los laureles invisibles de aquel juego. Bien mirado era un deporte barato, quizá el más barato de todos los inventados nunca, solo hacían falta el suelo, unas zapatillas cómodas y ganas de correr. De quién se huía o hacia dónde se iba eran cuestiones superfluas y carentes de utilidad. La heroicidad consistía en ganar la fama de ser el más rápido y resistente de los niños del barrio. Ése era mi honor volátil, efímero y suburbano. Esa tarde la pasé tumbado en el sofá de Isaac Peral, 24, cansado y mustio como un magdalena en un café con leche.
Aquella noche emitían, en el único canal público que existía, King Kong. Atónito contemplé, con mis ojos impresionables de diez años, a aquella bestia iracunda pisando a pobres aborígenes de no sé qué ilusorias islas ni qué peregrinos océanos. Un bebé aborigen a punto de ser pisado por el Gólem es recuperado por una madre despistada en el trasiego causado por el ataque.
Sentí una gran angustia existencial ante aquel capítulo televisivo. Cuando conseguí dormir sobre el lecho, recobré el inconsciente en una isla llena de cocoteros y de pájaros prehistóricos. En la isla mis amigos del barrio vestían y hablaban como aborígenes. Que si unga unga y cosas así. En el centro de la isla estaba mi calle, mi manzana, pero el barrio había desaparecido devorado por palmeras y manglares. Era una alucinación onírica aunque yo empezaba a estar preocupado. Con el sonido de un disparo King Kong despertó de un sopor de milenios y bostezó. Mis amigos y yo comenzamos una carrera siniestra en torno a nuestra manzana. No había el orgullo del ganador. Sólo había miedo. Si la fiera te atrapaba te zampaba de un mordisco las piernas o la cabeza. Todos corríamos despavoridos. Yo iba el primero. A la siguiente vuelta a la manzana me encontré con el cadáver de uno de mis amigos aplastado sin piedad por la bestia. El gorila nos perseguía y no nos podíamos detener ni para abrocharnos los cordones. Después de un rato de interminable pesadilla yo estaba demolido. Había batido el récord de vuelta rápida y King Kong me pisaba los talones. El único recurso que imaginé viable para descansar fue el de hacerme el muerto junto a alguno de los cadáveres. Así lo hice. Me tumbé bocabajo y contuve la respiración con los ojos cerrados. Pero aquel bicho bípedo se me acercaba, extendía su mano y me empujaba diciendo:
-Sigue Joselito, no puedes parar.
Y súbitamente estaba de nuevo corriendo y sudando para escapar.
Al despertar tenía la extraña sensación de haber recorrido tres maratones. No entendía nada de aquel sueño siniestro que se repitió durante años. Y hoy, en la distancia de la edad, entiendo que eran muchos mis gigantes y lestrigones, que diría Kavaffis. Era tan fácil ser aplastado o aniquilado de un zarpazo, que lo realmente meritorio era sacar la cabeza del naufragio voraginoso del barrio.
De allí nacieron mi gusto por las carreras de fondo y mi aversión por las drogas. De allí salí luchando y corriendo cada día. Buscando un lugar en el mundo en el que vivir no fuera una batalla perdida de antemano. Salí para respirar y para buscar colores, evitando el blanco y negro de los suburbios. Salí. Pero otros muchos se quedaron y perecieron como ratas. Por eso, y por que les debo parte de lo que soy es que escribo esta historia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario