lunes, 7 de septiembre de 2009

LAS MANOS

Valen para todo. Las manos. Sirven para rascarse las partes, para llamar por teléfono a urgencias, para pasar las páginas de las enciclopedias, para prepararse un colacao, y sobre todo, y eso lo saben muy bien los ricos, para que las empleen los pobres trabajando. Y los psicólogos, que son un invento de las sociedad postconsumista, reconocen la necesidad de que los adolescentes sean protegidos y de que sólo las empleen en formarse, no trabajando. Pero Dios y la Santísima Iglesia reconocen la necesidad de que existan pobres porque si no, ¿quiénes iban a levantar el país?
Así es como el trabajo dignifica a los pobres y a sus hijos, empleando las manos para sostener el mundo de los ricos, que reservan sus manos para peinarse el flequillo o esnifar o firmar pagarés. Y los pobres y sus niños de chapuza en chapuza, para ganar un maldito jornal y mantener de sol a sol sus esqueletos y sus tripas currando.
Los sábados sonaba el despertador a las 8:00 en la mesilla de noche de mi padre que urgentemente me despertaba. Tomábamos un café con leche y ya estábamos camino del tajo. Por ochenta mil pesetas había comprado una parcela en la que iba a construir la casa de nuestros sueños. Pero claro su hijo de ocho años ya participaba en la elaboración y transporte manual de hormigón armado.
Los hijos de los pobres no son magos, ni guitarristas, ni estudiantes, ni licenciados, ni van de vacaciones a Londres, son sencillamente currantes. Seis cubos de arena, dos cubos de chinos y un cubo de cemento constituyen media liga de hormigón. Y los camiones transportaban los ladrillos a millares. Diez millares son aproximadamente diez mil ladrillos que cogidos en tanganete tarda una cuadrilla de cinco niños unas cinco horas en recoger de la calle y meterlos en la obra. Eso que ahora llaman el cuarto mundo. El tajo. El trabajo infantil no es un souvenir de la época de Primo de Ribera. Es algo que lamentablemente todavía no ha sido erradicado de la faz de los barrios obreros.
Con diez años estaba tan fuerte como Bruce Lee o Stephen Chow. Pero Su Eminencia no era un barrio de karatekas. Todas las casas habían sido autoconstruidas y no había dos iguales. Era la heterogeneidad más versátil que podía observarse arquitectónicamente hablando. Cada cual arrimaba a su parcela lo que podía. Los inodoros podían tener varias vidas en varias casas. Todo se reutilizaba por necesidad. Los ladrillos normalmente se robaban de las construcciones municipales y las casas tardaban más que las pirámides de Egipto en ser culminadas.
El asfalto, la luz pública, el alcantarillado eran algo tan lejano como inexistente. Las ratas, las cucarachas hacían eslalon gigante entre la basura y los escombros del vacíe municipal que era, como dije más arriba, el horizonte que se veía desde las ventanas de las viviendas. Los perros, los burros y las personas sólo se distinguían, por el idioma que empleaba cada especie. Aunque, había cada especie de personas… Pero algo nos unía a todos. Sobrevivir como lema. Sobre la miseria y sobre la basura vivían personas. Sin servicios sociales, aparte una casa-socorro, sin parques ni columpios, ni resbaladeras, ni nada. Y ¿quién quiere ser niño en estas condiciones? Recuerdo pedirles a los Reyes Magos una ametralladora con seis años. Y no era para jugar a indios y cawboys. La mala leche se llevaba en la médula hasta que civilizabas y maquillabas tu rabia.
En verano hacía de peón sistemáticamente. Desde la tierna edad de ocho años iba de paquete en la Mobylette de mi padre al chalet de algún ricachón. El aprendizaje era rápido. Con las manos. Mi padre me enseñó un verano a usar el palín. Parecía divertido a las ocho de la mañana de un 3 de julio.
Coges el mango con las dos manos. Pones los dos pies sobre el borde del palín de hierro y dejas caer el peso de tu cuerpo sobre la tierra roja. Y casi por inercia el palín se clava en el barro recién regado con agua de pozo. Un juego de niños. Cuando has aprendido a usarlo llega lo peor. Tu padre dibuja un rectángulo con yeso sobre la tierra. Un rectángulo de cinco por siete y te dice:
─ Ya sólo te queda cavar la piscina que va justamente debajo de los trazos.
El sol te parece entonces una esfera cabrona que irradia malaleche para que tú revientes cavando y cavando como un jodido esclavo. Cuando completas un carrillo de tierra, sólo tienes que llevarlo a una cuba que se encuentra a sesenta pasos de la futura piscina. Y así, carrillo a carrillo, palín a palín, es como los ricos se bañan por el módico precio de cinco mil pesetas el jornal del albañil y del peón. ¿Quién ha dicho que no se puede combatir el calor del secarral de Sevilla en Agosto? Bastan unas manos baratas.
Las manos doloridas, con las que los yonquis se chutaban ralladura de mármol en las arterias, con las que las chavalas fregaban las mansiones de los Peralta en Sevilla, para volver a sus casas malpagadas y folladas por los señoritos jerezanos. Las manos de los traperos que comían directamente de la basura corrupta. Las manos de todos los esclavos de las pirámides del extrarradio. Las manos de los jefes de obra, bien llamados chupatintas. Las manos para cavar en la tierra el último agujero, la cama definitiva, el colchón de tierra con edredón de tierra para, por fin, descansar plácidamente en el eterno paraíso de los pobres, donde todo está oscuro y nadie te sirve un chocolate caliente en Domingo, día del señor.

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