lunes, 7 de septiembre de 2009

LA PELUQUERÍA

La ventaja de ser niño es que se pasa desapercibido con una grandiosa facilidad. Pones cara de ángel resurrecto y todo el mundo alaba la gentil lozanía de tu risa. Y en los recodos olvidados de los adultos se gestionan grandes descubrimientos y no menos ilustres hazañas. Mi hermana pequeña, cansada de una vida escolar infructuosa, decidió estudiar peluquería a distancia. Ella, que no había aprobado ni una sola asignatura en la mayor de las proximidades de un maestro, quería salir de la nada. Y en pocas semanas estaba atareada con rulos y otros afeites, consiguiendo el título de peluquera profesional en dos años.
Paras sus prácticas nadie se atrevía a dejarse tocar. Más involuntario que consciente me puse en sus manos. Cuando acabó conmigo, parecía un tibetano a medias, un cruce genético entre león marino y Jimi Hendrix.
Pasadas unas semanas, en pleno invierno, las amigas de mi hermana se tintaban el pelo en mi casa. El resultado nunca era científico, pero sí barato, motivo éste que impulsaba su vehemencia. Al principio solo dos amigas intimísimas se arriesgaban a la siniestra experiencia. Pero con el paso de los días se iba acentuando la confianza en sus capacidades. Mi casa se convirtió en un desfile diario de vecinas y acólitas. Éstas llegaban circunspectas, se sentaban en la mesa camilla y se arrojaban al vértigo de la experiencia. Noté que mis vecinas despertaban en mí algo más que curiosidad. Un proceso bioquímico que acababa en desconcierto. La mesa de la peluquería se mantenía cálida gracias a una estufa de butano que mi hermana prendía por la mañana bajo la ropa de la estufa. A veces yo le ayudaba en esta tarea de encender el gas. Hacía el gesto inconscientemente, una y otra vez. Pero en una ocasión mi mirada se encendió atónita ante la presencia casi fabulosa de dos piernas de mujer. Al susto le siguió mi curiosidad, a la curiosidad, morbo, y al morbo, desconcierto.
Encendía y apagaba aquel chisme como excusa para mirar las piernas de mis vecinas más jóvenes. Mis expectativas se ampliaban cada vez que aparecía una nueva clienta. Pasé de ser un ingenuo a ser un adolescente calenturiento. Me llamaba el misterio de la mujer, el agujero negro, la hucha de todos los misterios. El sexo tan lejano como inaprensible: la flor del deseo.
Y el niño ingenuo se dejaba el pellejo en la hoguera de su desatino. Se machacaba la persona contra sí misma, hasta dar al mundo la nada, el vacío y hueco material genético. Una leve aportación onanista, pero un aprendizaje de la vida adulta muy acelerado. Recuerdo aquella colección de bragas del barrio. Las había de todos los colores y dimensiones. Más limpias y más sucias, como las caras de sus propietarias con las que me desvanecía oníricamente en las largas noches de invierno.

No hay comentarios:

Publicar un comentario