lunes, 7 de septiembre de 2009

BOLAS CONTRA MACETAS

Hay dos cosas que no nos hubiese importado nada ver arder de pequeños, un coche de policía y la oficina del INEN. Y creo que una anarquista de Barcelona nos tomó la delantera. Dada su insostenible y miserable existencia de parado de larga duración decidió rociar con 50 litros de queroseno la oficina abierta del desempleo con los empleados y los demandantes dentro. La gente despavorida huía es desbandada entre el griterío propio de semejante temeridad. Con la oficina ya desierta, el anarquista se atrincheró junto a la puerta principal atrancada con un banco y con un Zippo en la mano se puso a dirigir un mitin contra el capitalismo que lo había llevado a tan lamentable coyuntura existencial. La policía, ya de marrón, dispuso un mediador de conflictos anarquistas y suicidas, y con mucha calma disuadió al pobre y quijotero desempleado para que depusiese su conducta, no sin antes establecer un pequeño diálogo laboral:
─ ¿Cuánto me va a caer de cárcel si apago el encendedor?, y ¿si lo arrojo a la gasolina?─. Cuestionó el kamikaze barcelonés.
La Policía no entendía nada de ese cuestionamiento teórico, sobre todo en un momento tan peliagudo. Pero se vio obligada a responder al futuro reo desesperado.
─ Sin fuego son seis meses y un día, con fuego son diez años.-
Después de un crispante silencio, el anarquista abandonó su atrincheramiento y se entregó sin oponer la más mínima resistencia. En privado, explicó al capitán que había dirigido la operación antiterrorista, que él sólo buscaba empleo, pleno, como dice la Constitución Española, pero que nadie lo había llamado de la oficina en cinco años, y que ya nadie le iba a llamar para darle un empleo. Al saber que con seis meses y un día le quedaban al salir diecinueve meses de desempleo, con el mínimo interprofesional, quiso llamar la atención del Gobierno y vive Dios que la llamó.
En Su Eminencia se preparaban las trincheras contra los maderos después de una semana de huelga en el sector de la construcción. Los sindicatos se defendían a sí mismos, protegiendo su culo de cualquier suerte de despidos improcedentes. Los albañiles cobraban ochenta mil pesetas al mes, trabajando los sábados por la mañana, y la muerte por aplastamiento de dos obreros en Utrera levantó un escozor difícilmente controlable. La Manifestación había sido convocada un lunes a las 19:00 horas, y en octavillas y carteles aclaratorios se avisaba a los dueños de establecimientos comerciales para su debido cierre. A las 18:00 un amigo y yo jugábamos a la petaco en un bareto infame que todavía no había chapado. Por la ventana del establecimiento empezaron a desfilar los albañiles, yeseros, alicatadotes, encofradores, que llevaban quince días sin cobrar un duro y empezaban a mostrarse francamente mosqueados. A la turbamulta se sumó una vorágine variopinta de camellos, yanquis, porretas, y todos los tirados del barrio. Tras el aviso definitivo del piquete, tuvimos que desalojar el establecimiento y salimos un momento a pasear por la carretera donde los maderos avisaban con megáfonos de la brutal carga que iban a desplegar sobre los manifestantes que no se disolviesen. Y allí nadie tenía cara de quererse disolver, más bien de todo lo contrario. Y los macarras de Su Eminencia entre el tumulto preparaban tirachinas, hondas, cócteles molotov en botellines de la Cruz del Campo. En la calle central, donde se encontraba el mercado de heroína más grande de Sevilla, tenían preparado un SEAT 850, cargado de neumáticos y listo para arder. Cuando la policía dio el último aviso de disolución, y se escucho el primer tiro de bolas de goma, una mano anónima encendió con gasolina el interior del coche y entre varios delincuentes rabiosos lo empujaron dejándolo en mitad de la carretera. Empezó el carnaval. Las viejas recogían a los nietos de la calle, las lecheras peinaban literalmente los rincones de todo el barrio y las trincheras se ocultaban entre los montones del basurero municipal, y la chatarra de viejas trifulcas. Un manifestante cayó al suelo, y fue brutalmente aporreado en la cabeza y la barriga mientras los demás huían despavoridos como liebres. Una vieja que increpó al policía bastardo fue alcanzado por una bola incandescente en la espalda. Aquello detonó la más brutal revuelta que han podido presenciar mis ojos nunca. La batalla se trasladó a los callejones del barrio, donde la policía estaba en franca indefensión. Las viejas hacían puntería con las macetas de gitanillas sobre las cabezas de los polis y los camellos del barrio sacaron a mamporros a dos policías de una lechera, tras lo cual prendieron fuego al vehículo. Había gente bailando alrededor del coche en llamas en plena orgía arrabalera, y en cuestión de una hora todo el barrio era un polvorín echo cenizas. Los titulares de la prensa local dieron las cifras reales de lo ocurrido: siete manifestantes heridos de bola de goma, quince detenidos y veintidós policías atendidos en la UCI por impacto de maceta en la cabeza.
Los obreros de la construcción no mejoraron sus condiciones laborales, porque justo entonces comenzaban a deslocalizarse los patrones y a globalizarse el desempleo. Pero el precedente para la policía quedó muy claro: en Su Eminencia, era mejor pasar deprisa y si era de noche, con la luz del rótulo apagada.
Ya quedaba poco por desahuciar no quedaba empleo en el Muelle, la industria textil se había marchado a Marruecos, el PER era para gente de campo, y no había ninguna clase de industria: puto paro, heroína, abandono, estercoleros, misera y ganas de cortarse las venas.

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