lunes, 7 de septiembre de 2009

LA TÍA MARÍA

En 1950 fue proyectada una carretera que unía el arzobispado de Sevilla con un cortijo donde dormía Su Eminencia, el Arzobispo de Sevilla, por cierto muy amigo de un tal Paquito Franco, inventor de la democracia moderna. Para descanso y retiro espiritual del susodicho, el cortijo contaba con un número importante de personal de servicio. Y más allá de aquel pago, se levantaban casi de milagro unas viviendas roídas por la podredumbre y la miseria. La servidumbre comía ratas cazadas a palos. Ratas de kilo y medio.
La servidumbre que vivía en los aledaños de aquel camino no disponía de asfalto ni de alumbrado público y sólo con el paso de los años aquella barriada pasaría a ser un lugar donde se podía vivir. Las casas autoconstruidas con ladrillos robados o reutilizados eran un amasijo heterogéneo de restos tomados de las construcciones públicas. Había un solo teléfono en el único ultramarinos que había en el barrio y algunas casas carecían de alcantarillado y de agua corriente.
Cuando alguna urgencia sacaba a mi madre del barrio me dejaba bajo la custodia de la Tía María. Mi tía era una mujer diminuta y robusta que se había llevado media vida pariendo para dar a luz a catorce hijos, que alimentaba con leche de las vacas que dormían entre los colchones en el suelo. Las condiciones mínimas de higiene y salubridad habían hecho de sus hijos unos seres prácticamente inmunes a cualquier enfermedad conocida en su momento. Y la chabola era con diferencia el amasijo más ruinoso y cochambroso del barrio pero tenía el toque exótico de lo taoísta. Al abrir la puerta podían salirte al encuentro una vaca, un burro o una bandada de palomas, o un niño lamiéndose los mocos salados. Mis primos limpiaban la vaqueriza casi desnudos, y al terminar las labores diarias de limpieza y ordeño de las vacas, una costra de excremento verde y seco cubría sus piernas hasta la altura de las ingles. Los hijos de la Tía María dormían amontonados en colchones desordenados sobre el suelo pavimentado de cemento donde las ratas buscaban el calor de los cuerpos para dormir. Algunos vecinos que conocían las condiciones de vida de aquella familia del arrabal, se sorprendían de que el número de miembros no aumentase debido al hacinamiento en que pasaban las noches.
Jesús, el más pequeño de mis primos pasaba largas horas jugando con los gatitos y los conejos que vivían en la planta baja, los introducía en el cubo del pozo haciéndolos descender con la cuerda. El maullido estertóreo de los animales causaba pavor, pero el pequeño Jesús, disfrutaba con aquel ascensor gatuno haciendo perrerías a gatos y a conejos.
Alguna vez que visité a mi primo Arturo, el Negro, y subí con él hasta el palomar por una escalera construida con restos de ventanas, pude ver la habitación donde dormían los mayores, y el ropero donde guardaban las escasas prendas de la familia. Al abrir de par en par las puertas de aquel mueble buscando una herramienta, una montaña de ropa sucia se derrumbó sobre mi primo.
Mi prima Isabel, que era la limpia de la familia, baldeaba a diario el salón de casa con una manguera, echaba agua a presión sobre el suelo, la lámpara, los cuadros de la pared, y hasta sobre el primer televisor que compraron y que tenían que descambiar cada vez que mi prima higienizaba el hogar.
Una funesta mañana, Jesús dejó caer por error una herramienta de su padre al fondo del pozo. Mi tío, al ver con exasperación como se desvanecía en el fondo aquella hoz, alargó la mano para atraparla pero sólo pudo ver las ondas que formaba el agua que había engullido su apero. La furia se instalaba en su rostro crispando su mirada y sus dientes rechinaban de la tensión sostenida de su iracundia. Sin pararse a amortiguar sus impulsos cogió a mi primo por la cintura y los volteó enfilándolo, con los pies hacia arriba, en el interior del brocal. Amarró sus pies con la cuerda del pozo. Lo hizo descender bocabajo y lo dejó atado por los pies llorando. Del fondo del pozo los aullidos salían como la más sórdida y fúnebre de las músicas. Mi tío Luis salió a buscar otra herramienta y estuvo un largo rato cortando hierba fresca para las vacas.
Qué decir del dolor, la penuria, la inclemencia, la barbarie, el desasosiego. Aquella era la más brutal de las lecciones que un niño podía aprender por el método inductivo. La gravedad acumulando la sangre de su tejido arterial en su rostro, añadida al rubor de un niño que llora de miedo pensando que su fin se avecina.
Pero ¿tendría precio aquella tortura? Al llegar la tía María de vuelta a casa, después de vender dos cántaros de leche al vecindario, notó algo extraño en el nudo del brocal y miró hacia el fondo del pozo. Ya no se oían gritos, ni alaridos, ni siquiera un pobre sollozo. María haló de la cuerda con fuerza y del fondo salió su niño, amoratado y lívido, con los ojos llenos de venillas rojas y la boca seca y los labios y la lengua inflados. Había que llamar a un médico, a una ambulancia. Su hijo se estaba muriendo. Ramón el taxista, que dormía después de dos turnos consecutivos, fue despertado por los gritos y como un salvador salió pitando para el hospital.
En otro lugar del barrio el tío Luis cargaba tranquilamente un carro de hierba cortada con una guadaña, ajeno a cuanto estaba pasando en el barrio. Al volver a su casa lo alertó el bullicio y entre la multitud se abrió paso. La memoria le trajo el recuerdo de su hijo colgado, y la inteligencia escasa que le quedaba hizo el resto. Su vientre se descompuso liberando todo lo que habitaba en sus tripas. Le vino la imagen de su mujer furiosa diciendo Teme la respuesta, teme la respuesta…
En tan sólo unos minutos Luis se aseó y cogió del batiburrillo algunos billetes que escondía en el techillo de la escalera y se marchó con su burro. Se marchó para siempre, para nunca volver, y dejó a tía María a cargo de catorce criaturas y de una vaqueriza como única riqueza. Jesús sobrevivió a aquel maltrago de su infancia con algunas secuelas en sus pulmones y en su corazón un temor definitivo a las profundidades de la tierra, carácter bipolar y propensión a los narcóticos.
La tía María buscó algunos meses a su marido, pero la tierra le había tragado literalmente para siempre. De él no quedó el menor rastro como si le hubiese tragado el mismísimo demonio.

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