lunes, 7 de septiembre de 2009

LA GRIFA

Era muy habitual en Isaac Peral el paso de las lecheras de la Policía, la pasma, los maderos, los señores, los monos. Para poner su ley sobre la ley de la calle, mandaban a mi barrio los policías más duros de la reserva. Eran auténticos gorilas de metro ochenta que no se cortaban un pelo repartiendo leches. Si te pillaban en desfalco y te esposaban, podías darte por pulpo. Te dejaban la cara y las costillas como un cromo. Perseguían a los tironeros a cien por hora por las estrechas calles del barrio. Y éstos normalmente se escapaban con pequeñas motos trucadas de tres marchas.
Había una escala de héroes del tirón. Se usaban distintas técnicas y diversos métodos de búsqueda de la víctima y de la fuga. Nosotros nos acomodábamos en el escaparate de alguna tienda para presenciar en primera fila el delito, y veíamos como dioses a los ladrones que con un golpe de piedra se iban con doscientos talegos instantáneos. Pero ése era un negocio muy arriesgado y peligroso. La cárcel era una escuela de meditación budista para los que atrapaba la policía. Cuando salían de la trena tras cumplir una año de condena, se replanteaban su actividad profesional y ejercían otro oficio menos complicado aunque no menos ilícito. Los convictos pasaban a vender turrones, costo. Tenían dos calidades. Un hachís mezclado con avecrem para los primos que venían de otros barrios y otro resinoso muy oscuro, de una calidad inmejorable para los clientes habituales. La grifa afgana era la más solicitada. Era una droga limpia y de fácil manejo. Su efecto era cálido y arenoso. Daba una calma propicia par la reflexión. Quitaba el hambre, la sed, el sueño, el frío y la angustia. El estado extático daba a los fumadores una flexión de rodillas, que quedaban en cuclillas apoyados contra la pared. Después supe que ésa era la postura de la cárcel. Era la posición que se tenían en los patios de las prisiones para matar el tiempo y mitigar las ganas de farra.
Un día que jugábamos a la pelota en la acera, nos sorprendió el estrépito de unas ruedas rugientes que pasaron ante nuestra mirada pasmada. Era un cargamento. El Fiti, un chorizo con galones, conducía un Mercedes verde botella a todo trapo. Y detrás de él, dos lecheras repletas de policías. En solo quince minutos la calle se convirtió en un circuito de velocidad. Pasaron al menos veinte furgones del 091, todos cargados de pasma. No hubo tiempo para dar el agua. Los niños corríamos tras la policía para presenciar en primera fila los hechos. Antidisturbios cargados de pistolas hasta las cejas corrían a pie tras los camellos que iban arrojando toda la mierda que llevaban encima. El barrio fue literalmente peinado calle a calle. Las sospechas de posesión de alijos se convirtieron en hechos flagrantes en las tres horas que duró la operación. Contra la pared del campo de fútbol vimos a toda la empresa, a los capos, los mediadores, los camellos de poca y de mucha monta, a sus mujeres culeras y coñeras, a sus hijos dedicados prematuramente al negocio de la catatonía y del éxtasis. Requisaron varias decenas de quilos de hachís y tres quilos de heroína de una pureza extrema. Llenaron tres furgones de nuestros vecinos ante la mirada perpleja de las viejas del barrio.
Cuando acabó todo, nos acercamos a husmear en la escena del crimen. Encontramos jeringas usadas, cuadernillos de papel de arroz, carteras vacías y algún charco de sangre. El más afortunado fue Eduardito que encontró entre los hierbajos un enorme turrón de al menos medio kilo. Se lo escondió bajo el pantalón y salió como una flecha para su casa. Aquella noche en la candela nos confesó el hallazgo. Su cara estaba más pálida que la barriga de una rana. No sabía si lo ocurrido era pura suerte o una auténtica desgracia. Para mitigar su pavor convinimos en repartir la mercancía como buenos cristianos. La Santa Cena en versión underground. Ésta, mi sangre, éste mi cuerpo.
Los días que siguieron fueron de autoabandono, de serenidad taoísta. El mundo desde aquella nueva perspectiva era un rumor lejano, una entelequia disfuncional. Nos importaba un carajo.

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