domingo, 6 de septiembre de 2009

VENUS

La noche corría en bicicleta por las avenidas más sórdidas, detenía el compás en la ribera del río y se acomodaba en algún viejo muelle. La noche era un concurso de almas perdidas, de jóvenes soñados o dibujados por un demiurgo borracho. Íbamos a devorar el tuétano de los relojes, la savia de las horas con sangre y con vino.
Yo llevaba a mercedes en mi bicicleta. Fumábamos camino de una fiesta en Triana. Su falda tapaba con esfuerzo el límite de las bragas y mi mirada estaba repartida entre el suelo y sus piernas. Llegamos al río donde todo el mundo andaba fumado o bebido. Nadie perdía el tiempo en hablar o en hacer vida social. De cabeza al abismo. Cuanto menos tardes en obnubilarte mejor. Evitas trámites. Mercedes se perdió por otros pagos, se desvaneció tras unas matas para meterse mierda. Al volver, sus ojos eran tierra volcánica, gelatina gris asfalto. Psicodelia barata. Algunos paseaban vomitando en una pared. Otros se metían mano sobre un coche aparcado. Alguien cantaba a lo lejos en un inglés sin academia. A mí me vino la vena cósmica y me puse a llorar indiscriminadamente. ¿Por qué lloraba en aquel jardín público?, ¿por qué tomaba drogas?, ¿por qué me desnudaba y me subía a un árbol?, ¿por qué vomitaba sobre los acólitos? No tengo respuesta.
A pesar de todo me acechaba la idea de Penélope, un lecho de hierba húmeda. Las bragas de Mercedes. Todavía más lágrimas. Bebí dos horas negras, tres, cuatro horas. La noche flotaba en algún lugar remoto. Me hundí en el lecho de mi cólera y caí narcoléptico. Estaba borracho y soñaba con una plaza pública, iba de la mano de Mercedes pero ella se perdía en la multitud sin rostro. Yo vagaba entre la ruidosa vorágine a codazos y la plaza se transformaba en un lugar desconocido al salir de la bulliciosa turba. Tenía que penetrar en la multitud y buscar a Mercedes y sacarla de aquella batahola. Trabajo infértil. Una mano me tocaba entonces la frente, y una finísima lluvia se colaba por mi ropa.
-¡Tienes que salir, volver, Joselito!
Mercedes, a horcajadas sobre mí, golpeaba mi cara y mi pecho para hacerme retornar a la orilla cálida de los besos.
-¡Vámonos, Jose, Ya se han ido todos-.
-Sí, cómo no.
La resistencia no ha sido vacua. Mercedes ha vuelto a buscarme. Agarro su mano y no percibo repudio.
-Llévame a alguna parte-. Suspiró ella.
Buscamos durante un cuarto de hora un lugar propio de amantes.
La noche es tan pública como la puerta de un hotel. Pero sin dinero, la noche es más bien la puerta de un prostíbulo. Acomodamos nuestros huesos en el recodo de la escalera de correos. Besé su frente húmeda, sus ojos cerrados y su cuello. Se entregó a mi búsqueda. Metí mis manos por su cintura y atrapé el filo de las soñadas braguitas. De un solo movimiento las puse a la altura de sus tobillos inclinándome. Lestrigones ni cíclopes no vi. Un mar se deshacía en espumas en mi boca y mercedes, trémula, me daba sus olas de marejada. La noche nos devolvió en bicicleta a nuestra casa.
Dos días más tarde, en el instituto, andaba buscando a Mercedes como loco. No había noticias de ella. Nadie la había visto. Se había desvanecido. Esperé aquella semana, aquel mes, aquel curso, y nada. Sin novedades. La tierra había engullido a mi Venus. En la navidad siguiente paseaba con unos amigos por el Postigo, un poco turbio. Llegamos a la última ventana que distribuía alcohol de todo el centro. En la calle un joven punki intentaba deshacerse de un moco de unos treinta centímetros que le colgaba de la garganta por efecto del pegamento esnifado.
— ¡Qué asco colega! — Murmuraba tranquilo.
Atravesamos la fauna más variopinta e irreverente. Nos acercamos a un portal para sentarnos y bajo el arco de un zaguán vimos un cuerpo que parecía arrojado por las fauces de un vertedero. Tenía las nalgas negras y erosionadas. Vestía una falda rota y unas medias raídas. Su cabeza era negra y sólo se veían huesos cubiertos por un trapo indecente. Me acerqué a despertarla. Era Venus, Penélope, Circe y todas las heroínas de mis novelas, pero más oscura, más Mercedes. Tenía postillas en la boca y las manos, no se distinguían sus uñas. Ella no sabía quién la estaba reanimando. No me reconoció. Y por más que intentaba hacerla reaccionar no conseguía ni una sílaba balbucida. Sus ojos estaban vueltos hacia alguna isla perdida y remota. Comenzó a vomitar verde. Busqué una cabina telefónica para llamar a una ambulancia. Tardé en volver cerca de media hora. Su corazón latía pero era el último músculo que le quedaba vivo. Mis amigos habían desaparecido para evitar marrones. El cero noventa y dos me preguntó por ella. Yo dije que la encontré en la calle. Le llenaron el brazo de tubos y le colocaron una mascarilla. La noche se llevó la ambulancia más allá de mi vista. La noche me devolvió a mi lecho, todavía en ruinas. Y Mercedes se alejó para siempre devorada por la garganta de aquella máquina sin tiempo.

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