lunes, 7 de septiembre de 2009

ACTO SEGUNDO
Cierro la mano y la tengo vacía…

BRUCE LEE

A veces nuestra historia la recordamos como un montón de desgracias o de casualidades, como la vida de un vendedor ambulante o la de un agente de seguros. El camino asendereado que llevaba hasta los diez años amenazaba con complicarse. La patria, el barrio no se movían. Cayeron los himnos, pero antes habían caído Carrero Blanco, después de volar a varios metros de altura, y el Generalísimo, una hora antes en Canarias. Caían las fronteras, los ladrillos del muro que aisló nuestro país durante cuarenta años. Para los de mi quinta, el hombre había viajado en balde a la luna. El viaje más largo se hacía con una jeringa, rumbo a la Nada con mayúsculas. El caballo había llegado tarde, pero había calado tan hondo, que raro era el día en que una ambulancia no se llevaba a algún vecino metido en mierda hasta la médula.
No todo era tan siniestro. Teníamos a Camarón de la Isla y a Bruce Lee, dos hitos casi tan inabarcables como El Lute que fue perseguido a balazos por Su Eminencia. En el cine de verano se gestaba la nebulosa grisácea de nuestros sueños. La mayor cola que vi de niño en el cine se hizo para ver Kárate a muerte en Bangkok. Bruce Lee repartía justicia a tortazos y patadas con una velocidad pasmosa. Un joven de Hong Kong, salido del gueto, se abría paso entre las producciones bastardas de Alfredo Landa o Andrés Pajares. Para nosotros era algo liberador. Las artes marciales constituían la droga más dura que jamás se distribuyó por el barrio. A la salida del cine todos los niños imitábamos con mejor o peor suerte las posturas de Bruce Lee.
Es curioso que años después este mito salvaje acabase como los héroes de mi barrio, los tironeros, los butroneros o las coñeras, tirado en el suelo mascando la nada de su existencia, con la sangre gastada por el opio. Y es curioso que la lección fuera tan rigurosa, que la única escapada hacia delante consistiese en la regresión al limbo de la no existencia. Era una solución nihilista a las eternas cuestiones de ¿quién soy? y ¿hacia dónde voy? Y curiosamente San Fernando y Hong Kong producían la misma materia humana, fruto de su relación con los pobres.

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