lunes, 7 de septiembre de 2009

LA MUDANZA

Aquel mes de julio se preparaba caliente. Estaba a punto de comenzar el Mundial de Fútbol que tenía dos sedes en Sevilla. Yo había acabado mi primer curso de secundaria con ocho asignaturas suspensas. Todo un éxito. Acababa de cumplir dieciséis años hacía una semana. El barrio era un hervidero. Nadie tenía un duro para viajar o largarse a la playa, así que cada cual se preparaba para soportar el estío más seco y duro que daría aquel siglo. Había restricciones de agua merced a dos lustros de prolongada sequía.
Mi padre había construido una casa mayor que la del número 24 de Isaac Peral, en un barrio acólito, en una antigua tierra de cultivo, soterrada bajo la nueva autopista que cruzaba el barrio en dirección a Madrid. Había que mudarse, trasladar los enseres mínimos que decoraban nuestra abandonada vivienda. Sin más ayuda que mis manos, sudando como un cerdo ante un matarife, comencé por los roperos, las camas, el mueble-bar ancestral, la mesa y las sillas.
La nueva casa estaba a dos kilómetros de distancia. No teníamos coche ni medios para sufragar la mudanza. Sólo teníamos un viejo carrillo de mano y una soga de albañil. El primer porte lo hice con aquel carrillo cargado más arriba de lo que alcanzaba mi vista. Eran las once de la mañana y ya hacían treinta y seis grados.
Avanzando con pasos de tortuga para evitar que la carga de tambalease y cayese sobre el camino, tardé más de media hora en llegar empujando al nuevo domicilio. Cargaba, descargaba y volvía a cargar y descargar. A pie trasladé todas las baldas de los muebles, las sillas, la televisión y el sofá. Cuando acabé eran las cinco de la tarde y hacían cuarenta y cinco grados. Tenía una sed tan insaciable que no la mitigaron ni dos litros de refresco que tomé.
La nueva casa tenía setenta metros cuadrados por planta, era otro planeta. Ya por entonces sólo éramos tres en la familia. Mis hermanas se habían emancipado poco antes. Quedaba por construir la planta baja que no era más que un solar baldío que antes había sido un taller de mecánica. El nuevo barrio acababa de conquistar a fuerza de manifestaciones y cortes de tráfico el alcantarillado y el agua corriente. Pero las calles eran un barrizal cuando llovía. No había asfalto ni acerados y mucho menos señales de tráfico o semáforos. Era una suerte de barrio obrero autoconstruido con aspecto de pueblo. La gente vivía sin las escrituras de la tierra que ocupaba.
Todo el que llegaba a aquel destino lo hacía escapando de algo. De una vivienda indigna y ridícula, como habíamos hecho nosotros. De la civilización urbana del extrarradio, de la máquina de marginación que eran las barriadas de nichos de trece plantas, pero también huyendo del control de la ley. En La Palma se instalaron familias mafiosas, camellos, laboratorios clandestinos, en definitiva gente con un extraño modo de entender la justicia y su reparto equitativo. La fe y la esperanza de los primeros años pronto se convertirían en una negra premonición. Era imposible huir de la pobreza. Y la pobreza hace rápido maridaje con la injusticia, el rencor, la rabia, el odio premeditado, la envidia, la perfidia, la vendetta, la arrogancia, la altanería, el LSD, las anfetas, la cocaína, la heroína, el alcohol y sus miserias.
«Caperucita y Marco llegan a Perrolandia
Hay que huir de nuevo, marcharse a otra parte, enterrar el pasado, inventarse la vida. O encerrarse tras la puerta y no mirar a la calle ni por la ventana. Aislarse de la jungla, impedir que su ley marcial te alcance…»

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