lunes, 7 de septiembre de 2009

HUMANES

La suerte quiso que aquel día cayese una tromba insoportable sobre el barrio. Para la mayoría de los niños era un evento, una fiesta, andar con botas de agua sobre los charcos y quitar el polvo a los impermeables. Pero Lolo tenía serías razones para discrepar sobre nuestros gustos meteorológicos. En pleno invierno, aunque éste acuciase con rigor, Lolo salía a la calle con unos lamentables zapatos de lona carcomidos por puntos y un pantalón ridículo de tela de saco. Buscaba ropa en el vertedero y, en alguna ocasión recuerdo que se le vio con unos zapatos de distinto color cada uno. Decía que usaba un zapato de suela gruesa para frenar sobre la rueda de la bicicleta. De modo que al acabar un paseo en bici, se quitaba el enorme zapato de freno y restituía sus míseras zapatillas.
Pero lo que la suerte no le dio a Lolo en riqueza, se lo dio en salud y fortaleza. Jamás vi, en ninguno de aquellos duros inviernos, que aquel niño escuincle y agitanado estornudase o se resfriase. A veces llegaba a alimentarse de la fruta encontrada en la basura. Era todo un espectáculo esperpéntico y vomitivo del que él no tenía ninguna culpa.
Una noche hablábamos de las niñas del colegio junto a una hoguera enorme. El fuego iluminaba nuestras diminutas caras como encendiendo en ellas la marca de un mal augurio. Sorpresivamente Lolo se sentó entre nosotros con cara feliz y angelical, mostrando un impermeable de hule de color calabaza transparente que había encontrado esa tarde rebuscando en la basura. El abrigo era de plástico y tenía gorro y broches que parecían tachuelas desde el cuello hasta las rodillas. Se acomodó sobre las piedras entre nosotros y prestó atención sobre lo que se contaba sobre Lucía, una niña del colegio. El Capullo había estado espiando a las chicas de la escuela por la ventanilla del gimnasio y había visto a aquella Venus incipiente quitarse la ropa sudada. A pesar del frío de aquella noche de invierno, nosotros comenzamos a sentir una fuerte agitación interior y un nudo inexplicable en la garganta.
—Tenía la camiseta pegada al cuerpo —contaba el Capullo— y no tenía sostén. Sus pezones estaban clavados en la ropa. Me puse tan empalmado que iba a reventar. En un segundo se quitó la camiseta y sus tetas quedaron al aire. Estuvo un momento secándose el pelo, con el pecho descubierto, sentada. Cuando se levantó le vi las bragas pegadas al coño. Lo tenía de pico, afilado y puntiagudo, como una galleta de chocolate. Yo me estaba derritiendo cuando cogió su ropa seca y se vistió. Se soltó el pelo húmedo en la espalda y se marchó.
Un rugido oscuro corría por nuestras tripas y nuestras almas consumiendo la médula de lo soportable. El rijo de los diez años era más insondable que la mayor de las penurias vitales, peor que el frío o el hambre. El fuego literal y figurado calentó tanto nuestra conciencia que apenas quedaba espacio entre las hormonas aceleradas. Pero en esto avino a Lolo un calor infernal mayor que el nuestro, un ardor guerrero más intenso que el que sentíamos todos juntos. Sucedió, lamentablemente, que las llamas de la candela habían calentado nuestros ridículos cuerpos pero también la nueva prenda de Lolo que se había fundido con su ropa y le estaba calcinando la piel. Lo apartamos de la flama entre gritos de desesperación y la lluvia que comenzaba a caer amortiguó los efectos del plástico prendido. Tuvimos que desnudarlo por completo. El impermeable, que se había soldado a la ropa, semejaba una armadura futurista que tuvimos que quitarle como el que rompe una regañá. No llegó a quemarse pero perdió su ropa que, como sabíamos, no era algo que le sobrase. Esa misma noche se ganó una paliza de su padre borracho. Era un modo de agradecer las labores bien hechas. No se podía tener peor suerte.
Al sábado siguiente por la mañana buscamos a Lolo en su casa, a las nueve en punto de la mañana. Teníamos una sorpresa para él. Nos sentamos en el escalón de la puerta de mi casa con una enorme bolsa. Estábamos todos contentos aunque nerviosos. Cada uno había buscado en arcones y roperos viejos ropa usada, y nuestras ofertas de saldo eran: una trenca azul marino, que le quedaba algo holgada, pero que no rechazó. Dos jerséis de lana, uno de color verde y otro de color butano. Unas botas de agua y un gorro de lana gris. La cara de Lolo era una estampa. Sus ojos las ruedas de las tragaperras. Se probó la ropa y salió para su casa como alma llevada del diablo.
De aquella velada de amigos Lolo aprendió dos grandes verdades. Una, el valor de la amistad que mostró aquel corporativismo paria. Otra, la distancia no solo británica que debía guardar de las llamas. No acercarse al fuego, no tanto como para caer preso de su flamante brillo. El fuego, origen de la vida y símbolo del infierno. El fuego del deseo que hacía inquietas nuestras noches. El fuego liberador de la oscuridad que nos enterraba en el tiempo y en la basura. El origen cósmico de todas las cosas.
Nosotros quedamos en paz y en vecindad. No teníamos suerte ni escapatoria. No teníamos un parque donde jugar ni dinero para golosinas. Pero ante lo desaprensivo del destino y la fatalidad nos teníamos los unos a los otros como una familia furtiva y desarraigada.

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