domingo, 6 de septiembre de 2009

EXEMPLO DEL BURRO RIJOSO


El trovador del suburbio tenía los ojos gastados de llorarle a las lunas. Y las lunas en números rojos, ahuyentadas por tanto despliegue, bailaban tangos a la luz de las farolas. Una luna brillantísima cantaba en el coro del instituto. Rubia, ojos verdes de marea revuelta. Me hacía beber los charcos. Yo me hacía el interesado en su pellejo y tenía su precio. Me hacía el fácil, y nada. Un día, sin mediar palabra con el Espíritu Santo, sonó el teléfono de mi casa.
-¿José Antonio?
-¡Sí!
Quedamos un Lunes Santo. Todo santo. Yo no tenía ropas ni dinero para una cita. Busqué en mi armario, incluso en el de mis hermanas. Me vestí de un elegante macarra inmejorable. Un híbrido entre Tarzán y Buster Keaton. Una suerte mezquina de domador de leones devorado. El amor hizo lo demás.
En el lugar de la cita, la luz caía como una maldición sobre mi ropa. Esperé la llegada del Ángelus. Ella llegó. Caminamos largo trecho. Tomó mi mano. Temblé, sudé, maldije, estornudé, tosí. Después cabalgamos la multitud o ella nos cabalgó a nosotros. Salimos excomulgados de la Santa Bulla Sevillana. Me besó en el recodo de una callejuela. Aquello fue como sentir un terremoto. Se me cayeron las prótesis, las bragas, los sombrajos, la disciplina y las buenas formas. Nos comimos clamorosamente en un beso de dos horas veinticinco minutos. Caminamos de vuelta a casa. Muy tarde para sus padres pero muy temprano para los míos. Había diferencias de estilo, de forma y de contenido. Pero había amor. Amor con cuatro letras. Amor con alas y con barro. Amor de ruina y de misterio. Soñamos la vida sin cortinas, sin colas. Soñamos la universidad y los hijos, el futuro. No había náusea ni vértigo. Sí había fuerza, sí futuro. Y el futuro, como todo el mundo sabe, sólo trae presagios de lo que no ha sucedido.

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