lunes, 7 de septiembre de 2009

TALLER DE LITERATURA

Si he de señalar la adolescencia por excesiva lo hago por la poesía, el suicidio megalómano y miserable, por la ataraxia de la cerveza y de coñac, drogas populares, por las niñas difíciles y el rijo cósmico, por el autoabandono consciente, por la destrucción premeditada de neuronas y el nihilismo preconsumista, por la vida analógica del cine de verano, Bruce Lee y el Che, Paco Ibáñez y por las tetas de mis amigas, por las noches fuera de casa, el hambre, el frío, la monodieta, la lluvia y la bicicleta.
Aprendí a beber gratis en todos los sitios y a emborracharme de gorra. Llegaba a casa a las cuatro de la madrugada y mucho más a menudo de lo que hubiera deseado, la lluvia gélida me sorprendía en bicicleta totalmente mamado. Esa embriaguez fue mi novia muchos años, en la calle, en los portales, en los jardines públicos, en los sórdidos acerados y en la hostilidad de noche urbanícola.
Decidí no tener padres, ni maestros. Ser mi valedero en la corte y en la aldea, en la vida pública y en la privada. Para ello empecé a sufragar cada cosa que necesitaba, empezando por las fotocopias de libros de texto, los manuales de consulta, los porros y los cubatas y las visitas al cine Alameda. Jamás dejaba en segundo plano la droga dura: Dostoieski, Kundera, Neruda o Cortázar. Jamás robé un libro, no podía subestimar el ISBN, aunque no supiese lo que significaba en aquella época.
La secundaria se prolongó más allá de la ternaria y la cuaternaria. Mi padre, empeñado en hacer de mí un albañil de provecho, solo recibía mis vituperios, epítetos soeces y mi perfidia. Me matriculaba año tras año en cursos que hasta tripitía y mi hermana más afanada que yo en lo académico, insistía en quitarme del barrio, aun a costa de jubilarme como alumno de instituto. Sirvió su empeño. Un día que desperté con diecinueve años y sin más éxito académico que hacer mi quinto año de secundaria, decidí que ya estaba bien de hacerme el experto en el tiempo libre. Me tiré a los libros, sin red, en un triple mortal. Aprobé todo con notable, la filosofía de Heráclito, la Historia de la Revolución Industrial, la lengua del Cid y de Don Pelayo, las matemáticas invariables. Me convertí de repente en un subproducto marginal e ilustrado. Conocía hasta el número de zapatos de Miguel de Cervantes cuando compuso La Galatea. En fin, superé la prehistoria de mis orígenes.

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