lunes, 7 de septiembre de 2009

EL CIRCO

No podía imaginar, en mis nueve años, que existiera gente más pobre que nosotros, los vecinos de Su Eminencia. Pero un mes de diciembre arrojó al estercolero que teníamos como jardín una trupe de gitanos, funámbulos y músicos, que vivía dentro de una sórdida y ridícula camioneta. Cuando desplegaron sus medios, su atrezo consistía en unos aros, unos bolos y una cabra. El jefe del clan tocaba la trompeta con la mano derecha, mientras con la izquierda daba órdenes a la cabra que hacía sus pinitos sobre un taburete mínimo. Después de la turné por el barrio, volvían con algunas monedas y algo de comida que recogían de los vecinos. Al jefe lo acompañaban su mujer, una gitana rubia de edad indescifrable, un hombre mayor, aparentemente su padre, hiperalcohólico y caidizo, y una niña muy morena de unos siete años de pies oscuros y descalzos.
Por la estrecha vecindad en que pasaron aquellos días, la niña se acercaba a hablar con los chicos de Isaac Peral. Un tarde en que jugábamos a las estampas notamos atónitos que aquella sirenita rumana además de caminar descalza no llevaba ni bragas. Sentí una gran indignación. Por la mañana, camino del colegio observé que salían de la camioneta a hacer sus necesidades en un viejo cubo de zinc. Su pobreza era proverbial y nunca antes vista. Comían sobre cajas de cerveza haciendo un círculo familiar que más perecía el patíbulo de la cabra.
Una tarde muy fría y húmeda acaeció una desgracia. Los gitanos que se calentaban con una vieja estufa de gas se alertaron por una explosión y una inmensa llamarada. Todo el mundo oyó el estruendo y se espantó. Tras abrir el portón lateral de la vivienda, el patriarca salió gritando con sus viejos pantalones en llamas, motivo que sirvió de escarnio y mofa para algunos vecinos. Pero mi madre que limpiaba la puerta de la casa con una fregona, no dudó en lanzarle el cubo de agua que apagó rápidamente el pantalón del gitano. El jefe se quitó el pantalón de Tergal y se quedó con la desnudez de su culo y su badajo ante la risa de algunos desalmados. En sus piernas se percibían quemaduras atroces. La estufa seguía prendida en el interior de la camioneta. Mi madre entró rápidamente en casa, mojó una sábana bajo la ducha. Como un relámpago entró en el lugar de autos y arrojó la tela sobre las llamas.
Todos los vecinos acudieron raudos a socorrer a los gitanos. Ramón, el taxista, llevó al gitano al hospital y mi madre y otros vecinos dieron alojo y cena al resto de la familia. Después de una semana de curación en la que los ingresos de los gitanos se vieron mermados notablemente, el patriarca amaneció con la idea de marcharse del barrio en su singular diáspora. Pero antes quería agradecer la hospitalidad generosa que le mostramos. Entró en el taller de mecánica donde los cabezas de familia mataban el tiempo, y puso en circulación una bota de vino, balbuciendo en una babélica lengua que nadie entendió pero que todos comprendieron. Entre sollozos apagados mostró sus más sinceras gracias. La hija del clan vino a despedirse de mi madre y una de mis hermanas le regaló una muñeca de melena rubia.
Aquella experiencia me marcó con solo nueve años, mostrándome lo afortunado que era por tener paredes, techo y agua corriente para ducharme y asearme, aunque el paisaje que tuviese delante de mi ventana fuese el basurero municipal.

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