VENUS
La noche corría en bicicleta por las avenidas más sórdidas, detenía el compás en la ribera del río y se acomodaba en algún viejo muelle. La noche era un concurso de almas perdidas, de jóvenes soñados o dibujados por un demiurgo borracho. Íbamos a devorar el tuétano de los relojes, la savia de las horas con sangre y con vino.
Yo llevaba a mercedes en mi bicicleta. Fumábamos camino de una fiesta en Triana. Su falda tapaba con esfuerzo el límite de las bragas y mi mirada estaba repartida entre el suelo y sus piernas. Llegamos al río donde todo el mundo andaba fumado o bebido. Nadie perdía el tiempo en hablar o en hacer vida social. De cabeza al abismo. Cuanto menos tardes en obnubilarte mejor. Evitas trámites. Mercedes se perdió por otros pagos, se desvaneció tras unas matas para meterse mierda. Al volver, sus ojos eran tierra volcánica, gelatina gris asfalto. Psicodelia barata. Algunos paseaban vomitando en una pared. Otros se metían mano sobre un coche aparcado. Alguien cantaba a lo lejos en un inglés sin academia. A mí me vino la vena cósmica y me puse a llorar indiscriminadamente. ¿Por qué lloraba en aquel jardín público?, ¿por qué tomaba drogas?, ¿por qué me desnudaba y me subía a un árbol?, ¿por qué vomitaba sobre los acólitos? No tengo respuesta.
A pesar de todo me acechaba la idea de Penélope, un lecho de hierba húmeda. Las bragas de Mercedes. Todavía más lágrimas. Bebí dos horas negras, tres, cuatro horas. La noche flotaba en algún lugar remoto. Me hundí en el lecho de mi cólera y caí narcoléptico. Estaba borracho y soñaba con una plaza pública, iba de la mano de Mercedes pero ella se perdía en la multitud sin rostro. Yo vagaba entre la ruidosa vorágine a codazos y la plaza se transformaba en un lugar desconocido al salir de la bulliciosa turba. Tenía que penetrar en la multitud y buscar a Mercedes y sacarla de aquella batahola. Trabajo infértil. Una mano me tocaba entonces la frente, y una finísima lluvia se colaba por mi ropa.
-¡Tienes que salir, volver, Joselito!
Mercedes, a horcajadas sobre mí, golpeaba mi cara y mi pecho para hacerme retornar a la orilla cálida de los besos.
-¡Vámonos, Jose, Ya se han ido todos-.
-Sí, cómo no.
La resistencia no ha sido vacua. Mercedes ha vuelto a buscarme. Agarro su mano y no percibo repudio.
-Llévame a alguna parte-. Suspiró ella.
Buscamos durante un cuarto de hora un lugar propio de amantes.
La noche es tan pública como la puerta de un hotel. Pero sin dinero, la noche es más bien la puerta de un prostíbulo. Acomodamos nuestros huesos en el recodo de la escalera de correos. Besé su frente húmeda, sus ojos cerrados y su cuello. Se entregó a mi búsqueda. Metí mis manos por su cintura y atrapé el filo de las soñadas braguitas. De un solo movimiento las puse a la altura de sus tobillos inclinándome. Lestrigones ni cíclopes no vi. Un mar se deshacía en espumas en mi boca y mercedes, trémula, me daba sus olas de marejada. La noche nos devolvió en bicicleta a nuestra casa.
Dos días más tarde, en el instituto, andaba buscando a Mercedes como loco. No había noticias de ella. Nadie la había visto. Se había desvanecido. Esperé aquella semana, aquel mes, aquel curso, y nada. Sin novedades. La tierra había engullido a mi Venus. En la navidad siguiente paseaba con unos amigos por el Postigo, un poco turbio. Llegamos a la última ventana que distribuía alcohol de todo el centro. En la calle un joven punki intentaba deshacerse de un moco de unos treinta centímetros que le colgaba de la garganta por efecto del pegamento esnifado.
— ¡Qué asco colega! — Murmuraba tranquilo.
Atravesamos la fauna más variopinta e irreverente. Nos acercamos a un portal para sentarnos y bajo el arco de un zaguán vimos un cuerpo que parecía arrojado por las fauces de un vertedero. Tenía las nalgas negras y erosionadas. Vestía una falda rota y unas medias raídas. Su cabeza era negra y sólo se veían huesos cubiertos por un trapo indecente. Me acerqué a despertarla. Era Venus, Penélope, Circe y todas las heroínas de mis novelas, pero más oscura, más Mercedes. Tenía postillas en la boca y las manos, no se distinguían sus uñas. Ella no sabía quién la estaba reanimando. No me reconoció. Y por más que intentaba hacerla reaccionar no conseguía ni una sílaba balbucida. Sus ojos estaban vueltos hacia alguna isla perdida y remota. Comenzó a vomitar verde. Busqué una cabina telefónica para llamar a una ambulancia. Tardé en volver cerca de media hora. Su corazón latía pero era el último músculo que le quedaba vivo. Mis amigos habían desaparecido para evitar marrones. El cero noventa y dos me preguntó por ella. Yo dije que la encontré en la calle. Le llenaron el brazo de tubos y le colocaron una mascarilla. La noche se llevó la ambulancia más allá de mi vista. La noche me devolvió a mi lecho, todavía en ruinas. Y Mercedes se alejó para siempre devorada por la garganta de aquella máquina sin tiempo.
Novela corta de José Antonio Segura. Editada por Malandar ediciones, Sanlúcar de Barrameda, Cádiz en diciembre de 2007. ISBN: 978-84-8434-444-5
domingo, 6 de septiembre de 2009
EXEMPLO DEL BURRO RIJOSO
El trovador del suburbio tenía los ojos gastados de llorarle a las lunas. Y las lunas en números rojos, ahuyentadas por tanto despliegue, bailaban tangos a la luz de las farolas. Una luna brillantísima cantaba en el coro del instituto. Rubia, ojos verdes de marea revuelta. Me hacía beber los charcos. Yo me hacía el interesado en su pellejo y tenía su precio. Me hacía el fácil, y nada. Un día, sin mediar palabra con el Espíritu Santo, sonó el teléfono de mi casa.
-¿José Antonio?
-¡Sí!
Quedamos un Lunes Santo. Todo santo. Yo no tenía ropas ni dinero para una cita. Busqué en mi armario, incluso en el de mis hermanas. Me vestí de un elegante macarra inmejorable. Un híbrido entre Tarzán y Buster Keaton. Una suerte mezquina de domador de leones devorado. El amor hizo lo demás.
En el lugar de la cita, la luz caía como una maldición sobre mi ropa. Esperé la llegada del Ángelus. Ella llegó. Caminamos largo trecho. Tomó mi mano. Temblé, sudé, maldije, estornudé, tosí. Después cabalgamos la multitud o ella nos cabalgó a nosotros. Salimos excomulgados de la Santa Bulla Sevillana. Me besó en el recodo de una callejuela. Aquello fue como sentir un terremoto. Se me cayeron las prótesis, las bragas, los sombrajos, la disciplina y las buenas formas. Nos comimos clamorosamente en un beso de dos horas veinticinco minutos. Caminamos de vuelta a casa. Muy tarde para sus padres pero muy temprano para los míos. Había diferencias de estilo, de forma y de contenido. Pero había amor. Amor con cuatro letras. Amor con alas y con barro. Amor de ruina y de misterio. Soñamos la vida sin cortinas, sin colas. Soñamos la universidad y los hijos, el futuro. No había náusea ni vértigo. Sí había fuerza, sí futuro. Y el futuro, como todo el mundo sabe, sólo trae presagios de lo que no ha sucedido.
El trovador del suburbio tenía los ojos gastados de llorarle a las lunas. Y las lunas en números rojos, ahuyentadas por tanto despliegue, bailaban tangos a la luz de las farolas. Una luna brillantísima cantaba en el coro del instituto. Rubia, ojos verdes de marea revuelta. Me hacía beber los charcos. Yo me hacía el interesado en su pellejo y tenía su precio. Me hacía el fácil, y nada. Un día, sin mediar palabra con el Espíritu Santo, sonó el teléfono de mi casa.
-¿José Antonio?
-¡Sí!
Quedamos un Lunes Santo. Todo santo. Yo no tenía ropas ni dinero para una cita. Busqué en mi armario, incluso en el de mis hermanas. Me vestí de un elegante macarra inmejorable. Un híbrido entre Tarzán y Buster Keaton. Una suerte mezquina de domador de leones devorado. El amor hizo lo demás.
En el lugar de la cita, la luz caía como una maldición sobre mi ropa. Esperé la llegada del Ángelus. Ella llegó. Caminamos largo trecho. Tomó mi mano. Temblé, sudé, maldije, estornudé, tosí. Después cabalgamos la multitud o ella nos cabalgó a nosotros. Salimos excomulgados de la Santa Bulla Sevillana. Me besó en el recodo de una callejuela. Aquello fue como sentir un terremoto. Se me cayeron las prótesis, las bragas, los sombrajos, la disciplina y las buenas formas. Nos comimos clamorosamente en un beso de dos horas veinticinco minutos. Caminamos de vuelta a casa. Muy tarde para sus padres pero muy temprano para los míos. Había diferencias de estilo, de forma y de contenido. Pero había amor. Amor con cuatro letras. Amor con alas y con barro. Amor de ruina y de misterio. Soñamos la vida sin cortinas, sin colas. Soñamos la universidad y los hijos, el futuro. No había náusea ni vértigo. Sí había fuerza, sí futuro. Y el futuro, como todo el mundo sabe, sólo trae presagios de lo que no ha sucedido.
LA UNIVERSIDAD
— ¡Niño, si no estudias, no serás nada en la vida! ¿No querrás ser como tu padre? —, gritaba mi madre cuando le llevaba el boletín de notas. Durante años, tal vez lustros, las buenas familias pagaban los mejores colegios y los mejores institutos a sus hijos. Buenas academias, buenos monitores de equitación, buenas piscinas privadas. Inmejorables instituciones inglesas. Viajes a Edimburgo o a Londres. Colegios de monjas. Informática, inglés, natación y, llegado el caso, esgrima.
Mi madre me llevó de la mano a la cola del INEM. Allí, una caterva despiadada de desempleados se acercaba y se daba codazos hasta el cielo de la boca. Ni que repartieran billetes de a diez mil. Durante ocho años que formé parte de tan ilustre fila, vi el mayor desfile de desesperación de mi vida. Los tatuajes más carcelarios, las rajas clitóricas más inabarcables. Piojos y ropa usada, nervios, desesperación y mucho desconsuelo.
— ¿Qué estudios tiene?
— Ninguno.
Aunque hubieses sido ingeniero. La cosa estaba tan mal que si tu pareja te dejaba por otra persona, te ibas a vivir con ellos. En verano te citaban un tres de agosto para recordarte la indignidad en que subsistías y para reírse de ti.
— ¿A dónde vas de vacaciones?
— Al cruce de la carretera de Cádiz, no te jode.
Yo recordaba el eco adormecido de mi madre, estudia, estudia.... Todavía estaba en COU. Había tripitido primero y repetido el tercer curso de secundaria. Llevaba siete años en el instituto. Era evidente que o concluía mis estudios o me jubilaba. Llegué a Selectividad como uno de los marineros de Ulises. Esquilmado y con arrugas. Preparé el índice chuletero más sofisticado que supe. Toda la literatura griega y latina iba adjunta en las páginas de las ilustraciones del diccionario. Hice un comentario de texto sobre el Dialecto Andaluz. Un comentario histórico, un comentario literario. Me convertí en un exegeta profesional durante la semana que duró el desarrollo de las pruebas.
Me fui de viaje de fin de estudios sin saber mi nota. Era tan joven que no se si recuerdo o sueño esto que digo. Las niñas con las que fui al viaje, estaban buenísimas. Yo pesaba setenta quilos y me podía el rijo cósmico bajo el taparrabos azul que llevé a aquel hotel malagueño. Ya no tenía caries en mi boca. Eso era una ventaja. No sabía jugar al tenis, pero era el más rápido nadando y haciendo pinitos en el agua. No obstante, no conseguía ningún rendimiento de mis recursos naturales con las niñas. No ligaba un pijo.
En aquel viaje supe que había aprobado el acceso a la Universidad. Que había tenido un sobrino nuevo. Con las chicas, un desastre. Ninguna niña se interesó por mí a pesar de que yo me interesara por todas. Pero al menos ya empezaba a ser alguien para esta sociedad y sobre todo para mis padres. Estaba dejando de ser un paria, un desarrapado.
En septiembre cogí mi bicicleta vieja y mis vaqueros Vino Blanco. Me puse en la cola más ilustre que jamás habían visto mis ojos. Yo estaba solo y me maravillaba de aquellas chavalitas acompañadas de sus papás para formalizar sus matrículas. Muy a su pesar, la Universidad era pública. La cola era tan mía como de ellas. ¡Superfíjate…!
Aquí todo el mundo suda, se estresa, se desespera por una plaza. Yo con beca, tú con papá bonito. Los resultados, en las listas de los tablones de anuncios. La inteligencia como moneda de cambio. Increíblemente yo no me hundí en las listas de los departamentos. Me salvaban mi estirpe o mis propios recursos intelectuales. No las clases privadas, no los cursos en el extranjero. Tanto tienes, tanto vales. Tanto sabes, tanto alcanzas. Otra cosa es buscarse la vida sin mentor y sin enchufes. Pero todo se andaría. Ahora, que me quiten la risa que estoy esbozando.
Del basurero a la orla en sólo algunos años, escapado de todas la hogueras y de todos los peligros de la marginalidad, del tentáculo de las drogas y de la delincuencia, hijo de la nada y con un camino por recorrer. Salvado por la literatura, el cine y las palizas pedagógicas de mi madre. El subproducto estaba en marcha y todo estaba aún por descubrir, el camino por recorrer y los miedos más atroces abandonados en el margen de una carretera que ardía presagiando mil infiernos. Adiós Su Eminencia. Au Revoir...
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