NO TENGO DINERO
Una tesis sostenible, que ni el azar ni lo fortuito cambiaban a pesar de mis esfuerzos, era lo desgraciado de la situación económica. Un libro costaba doce cervezas de a litro. Tenía que elegir entre dos semanas folclore o un libro de poemas. Estar en los saraos bebiendo ginebra de garrafa o conseguir a Pessoa y el desasosiego. La literatura medida en cigarrillos o en porros. En mi casa, creo recordar, había una Biblia y una enciclopedia de dinosaurios, nada de literatura contemporánea. Mis hermanas tenían su propia carnaza con Corín Tellado y sus novelillas rosas. Yo me encargaba de cambiarlas por otras de segunda mano en un quiosco del barrio por dos duros. Me conocía todos los títulos y las tramas que me contaban mis hermanas parsimoniosamente. Cuando salía del puesto con dos novelillas nuevas me leía las tres últimas páginas donde se narraba el desenlace. Llegaba a mi casa sudando y les desvelaba el misterio, el fin de la trama, matando toda la tensión narrativa. Con ello me granjeaba cierta discordia doméstica y algún pescozón.
No obstante, aquello eran páginas impresas y no la calle con sus drogas y sus peligros y, de algún modo, evasión. Por entonces yo prefería a Mortadelo y Filemón, el surrealismo se estaba convirtiendo en algo medular en mí. Las soluciones de aquellos Tebeos siempre eran creativas y enseñaban a ganar la carrera a los impedimentos con una dosis irónica de creatividad. La imagen ilusoria de aquellas viñetas era preferible antes que la realidad irrespetuosa de la pobreza.
Una tesis sostenible, que ni el azar ni lo fortuito cambiaban a pesar de mis esfuerzos, era lo desgraciado de la situación económica. Un libro costaba doce cervezas de a litro. Tenía que elegir entre dos semanas folclore o un libro de poemas. Estar en los saraos bebiendo ginebra de garrafa o conseguir a Pessoa y el desasosiego. La literatura medida en cigarrillos o en porros. En mi casa, creo recordar, había una Biblia y una enciclopedia de dinosaurios, nada de literatura contemporánea. Mis hermanas tenían su propia carnaza con Corín Tellado y sus novelillas rosas. Yo me encargaba de cambiarlas por otras de segunda mano en un quiosco del barrio por dos duros. Me conocía todos los títulos y las tramas que me contaban mis hermanas parsimoniosamente. Cuando salía del puesto con dos novelillas nuevas me leía las tres últimas páginas donde se narraba el desenlace. Llegaba a mi casa sudando y les desvelaba el misterio, el fin de la trama, matando toda la tensión narrativa. Con ello me granjeaba cierta discordia doméstica y algún pescozón.
No obstante, aquello eran páginas impresas y no la calle con sus drogas y sus peligros y, de algún modo, evasión. Por entonces yo prefería a Mortadelo y Filemón, el surrealismo se estaba convirtiendo en algo medular en mí. Las soluciones de aquellos Tebeos siempre eran creativas y enseñaban a ganar la carrera a los impedimentos con una dosis irónica de creatividad. La imagen ilusoria de aquellas viñetas era preferible antes que la realidad irrespetuosa de la pobreza.
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