lunes, 7 de septiembre de 2009



ACTO PRIMERO
No hay más maestra que la vida y al amor es un pájaro



LA RABIA

Cuando era niño quería saber por qué vivíamos en una casa tan pequeña, por qué no teníamos ducha ni televisión, por qué no había refrescos en la mesa y por qué tenía que compartir la cama con mis hermanas. De jovencito seguía teniendo preguntas sin respuesta: por qué no íbamos de vacaciones al mar, dónde estaba el Conservatorio de Música, cuándo tendría una bicicleta nueva, por qué el cielo era azul y qué pasaba si te mordía una rata mientras dormías. La imaginación no siempre sirve a un niño que juega con sus amigos en un estercolero. No digo que las dudas fueran un impedimento para la felicidad, pero bastaba que tomases el autobús del barrio y te dirigieras al centro de la ciudad, para que las dudas se convirtieran en rabia. Rabia contra la pobreza, contra la impotencia, contra la injusticia, contra el dolor y el frío, rabia contra el mundo.
Si el sistema era culpable de la rabia, yo no podía saberlo todavía. Pero a medida que la edad te iba abriendo los ojos, el alma iba cerrando las puertas a la esperanza y a la confianza. Descubrías que tenías que ganarle la lucha al tiempo, conquistar el aire y la vida en un agónico esfuerzo por cumplir tus deseos. Ser niño tenía un precio demasiado elevado, cuanto antes te deshicieras de ese lastre, antes cicatrizabas la herida del mundo que te había vomitado.
Como adolescente no solo tenías que luchar contra las imposiciones biológicas y hormonales, sino también contra la lacra de una ropa que denotaba mi origen, la boca cerrada por no mostrar las caries que marcaban mi dentadura. Era doloroso reír y mostrar los dientes, hacer un ejercicio de contraste con otros niños que se reían de mí por una injusta razón de coordenadas geopolíticas. ¿Qué culpa tenía yo de haber nacido en aquel barrio?
Mi primer ejercicio de persona ocurrió una tarde calurosa de mayo, en la parada del autobús, con mis amigos, junto a un quiosco de prensa que ofrecía Antonio Machado y Allan Poe por sólo doscientas pesetas. Ése era todo mi capital para aquella tarde en la que íbamos al centro a beber cerveza. Decidí no coger el autobús e invertir los escasos fondos en literatura. Dudé unos segundos entre alcohol y Machado. Mis amigos me llamaron gilipollas pero me quedé en la parada.
Para salir del barrio había que madurarlo premeditadamente. Urdir una trama que empezaba con rellenar el espíritu de cosas hermosas, poemas, novelas, sueños en general. Ya tendría tiempo de tomar aquel autobús al centro. Antes estaba el niño obnubilado por un libro, su primer libro.
TRES EN UN BURRO

Se preparaba la navidad en los escaparates del barrio. El quimérico Scalectrix y la escopeta Safari buscaban un dueño en la primera fila de la mercadería. Yo era demasiado niño para gustos tan sofisticados. Prefería el Exín Castillos aunque era un juguete demasiado caro. Necesitaba unas gafas que no sufragaba la Seguridad Social y sólo la revisión oftalmológica costaba dos sueldos de mi padre. Mi vista era el caballo de Troya de mi madre. Me estaba quedando literalmente ciego y no veía tres en un burro. El oculista, un hombre de aspecto resuelto y avispado, se interesaba por mi evolución en la guardería mientras analizaba el fondo de mis ojos. Con un aparato monstruoso me mostraba un payaso y una trompeta, un pájaro y una jaula, mientras una enfermera acondicionaba el taburete giratorio.
Algo raro debió observar o imaginar tras la prospección porque se retiró a un despacho adjunto donde hizo entrar a mi madre. Al salir de la consulta, ella lloraba compulsivamente mientras apretaba mi mano hasta amoratarme las yemas de los dedos. A la salida del consultorio paramos frente a una heladería. Le habían sobrado unas monedas que pensaba invertir en pastillas de jabón aromático para los cajones de su ropero. Pero creyó más conveniente invitarme a una horchata como premio excepcional a mi conducta heroica. Al llegar a casa, algo más tranquila, llamó a mis hermanas y juntas esperaron llorando la llegada de mi padre. Yo no tenía ni la menor idea de lo que estaba pasando porque tenía solo dos años y medio. Al parecer mis ojos estaban perfectos. Ni sombra de cataratas infantiles, ni miopía ni hipermetropía. Nada. No obstante, me estaba quedando ciego a pasos agigantados. La culpa la tenía una mínima mota de grasa que seguramente se había instalado en el nervio óptico. Esto era lo mismo que un tumor cerebral y, por lo tanto, había que intervenir a cráneo abierto. Las posibilidades de sobrevivir eran dos de diez. Al salir del quirófano podía volver a ver o salir listo de papeles. Una craneotomía era el término correcto. Pero había que decidirse ya, y la intervención tenía un precio astronómico para tratarse de 1968. Mi padre cobraba doscientas pesetas a la semana así que, o se afanaba más en su empeño o me donaban al hospital por interés científico.
La única opción fue la segunda. Fui donado a la ciencia, a la caridad de la sanidad pública. A pesar de todo iba a ser Fernández Rota el gestor de la intrincada operación, una eminencia en la cirugía oftálmica, y más tarde mi segundo padre. Él y tres doctorandos en la especialidad.
El día de la operación me despertaron muy temprano. Me pusieron un desayuno de pan migado en leche con azúcar. Mi querida madre notaba algo extraño el en aire de aquella mañana. Me quitó el desayuno bruscamente de las narices. Recordó que tenía que ir en ayunas a la operación. Sudó mi madre, pero salvó la situación. Al llegar al hospital un verde turquesa se introdujo en mis retinas para el resto de la vida. La bata de las enfermeras, el zócalo de los pasillos, las sábanas y hasta el color del suelo. Me raparon la cabeza al cero mientras lloraba como un cachorro destetado. Entonces alguien me puso la mano en el cuello. Era una mano cálida y arenosa. Soplaba un viento del Estrecho que movía el mosquitero de la cama. Una mujer vestida de blanco, con un velo en el rostro, me acomodaba el lecho y me mostraba el mar a mis pies.
-Cuando despiertes nadaremos todo el día, jugaremos en la arena, vendrás a mi castillo...
La nada tiene sucursales en todos los quirófanos. Mis hermanas y mi madre llevaban más de veinte horas esperando en la sala de despertar. Una enfermera las avisó. Ya estaba moviendo los dedos de una mano. Volvía en mí de aquella costa de sirenas, de aquel relámpago de agua.
Mis hermanas no pudieron evitar llorar al ver mi cabeza como una pelota de rugby. Pero al parecer no dejaron ningún cable suelto en mi mollera. Mis primeras palabras tras el letargo anestésico fueron un requerimiento biológico.
-¿Y mi leche migada?
Mi madre respiró tranquila. La máquina funcionaba. El resto, como toda madre sabe, lo hace la vida, la calle, el futuro trabajado día a día. La fatalidad o la fortuna.
NO TENGO DINERO

Una tesis sostenible, que ni el azar ni lo fortuito cambiaban a pesar de mis esfuerzos, era lo desgraciado de la situación económica. Un libro costaba doce cervezas de a litro. Tenía que elegir entre dos semanas folclore o un libro de poemas. Estar en los saraos bebiendo ginebra de garrafa o conseguir a Pessoa y el desasosiego. La literatura medida en cigarrillos o en porros. En mi casa, creo recordar, había una Biblia y una enciclopedia de dinosaurios, nada de literatura contemporánea. Mis hermanas tenían su propia carnaza con Corín Tellado y sus novelillas rosas. Yo me encargaba de cambiarlas por otras de segunda mano en un quiosco del barrio por dos duros. Me conocía todos los títulos y las tramas que me contaban mis hermanas parsimoniosamente. Cuando salía del puesto con dos novelillas nuevas me leía las tres últimas páginas donde se narraba el desenlace. Llegaba a mi casa sudando y les desvelaba el misterio, el fin de la trama, matando toda la tensión narrativa. Con ello me granjeaba cierta discordia doméstica y algún pescozón.
No obstante, aquello eran páginas impresas y no la calle con sus drogas y sus peligros y, de algún modo, evasión. Por entonces yo prefería a Mortadelo y Filemón, el surrealismo se estaba convirtiendo en algo medular en mí. Las soluciones de aquellos Tebeos siempre eran creativas y enseñaban a ganar la carrera a los impedimentos con una dosis irónica de creatividad. La imagen ilusoria de aquellas viñetas era preferible antes que la realidad irrespetuosa de la pobreza.
INJUSTICIA

Contra los colegios de pago estaban los colegios públicos. Contra la mansedumbre social, la rabia y los partidos políticos clandestinos. Contra la ignorancia, los libros. Contra el hambre, nada. Contra la falta de medios, la imaginación.
La falta era tan grande que todo el mundo servía para todo. Todo era útil, desde una caja vieja, hasta unos azulejos tirados como escombro, un peine usado, una camisa rota, la verdura putrefacta. El ocio a menudo consistía en correr tras las ratas y las culebras de la escombrera, o en hacer un enorme fuego. Un enorme fuego redentor con papeles, cajas viejas y trozos de madera.
El fuego unía las miradas de los niños, aunaba almas perdidas. El fuego era algo obnubilante y evasor. La candela del barrio lograba unir a cerca de veinte niños a su alrededor. Ése era el momento de los sueños, de las frustraciones con consecuencias perversas, de las tramas contra el sistema. Una idea muy díscola se estaba instalando entre nosotros. Dionisio, Nando y Lolo planeaban alguna actividad no precisamente lícita. Entre los tres sabían romper un cristal sin ruido, hacer un puente en un coche y conducir. Pero faltaba un factor sistémico. Alguien tenía que vigilar un garaje mientras daban el palo. Del corro nadie sobresalía, a pesar de las ganas de arrimarse al fuego, con el frío de aquella noche. Hacía falta un valiente que arriesgase el tipo por robar un buga. Alguien con agallas que soportase la presión barométrica en el momento fulminante. Di un paso hacia el fuego y me ofrecí como un ciego en una partida de dardos. No tenía ni puñetera idea de lo que estaba haciendo, pero, qué cojones había que dejar de ser un niño, superar el rito de iniciación que, como todo el mundo sabe, es diferente dependiendo de la latitud y las coordenadas sociales en que cada uno se encuentra.
Bebimos casi cinco litros de cerveza. Eran las dos de la mañana. El frío se comía a dentelladas a las farolas. Siguiendo un plan parsimoniosamente urdido, cuatro ladrones, un noche de invierno y un pobre 1430 Special iban a emprender un viaje hacia la nada, hacia el fin de la infancia, al principio de toda la rabia, a la inconsciencia prematura, a la luz de un futuro ya pasado, que empezaba por proyectar sombras alquímicas de lo que nunca llegaríamos a ser. Al final, la autopista, el sueño de escapar de todo, incluso de la infelicidad.
LA PELUQUERÍA

La ventaja de ser niño es que se pasa desapercibido con una grandiosa facilidad. Pones cara de ángel resurrecto y todo el mundo alaba la gentil lozanía de tu risa. Y en los recodos olvidados de los adultos se gestionan grandes descubrimientos y no menos ilustres hazañas. Mi hermana pequeña, cansada de una vida escolar infructuosa, decidió estudiar peluquería a distancia. Ella, que no había aprobado ni una sola asignatura en la mayor de las proximidades de un maestro, quería salir de la nada. Y en pocas semanas estaba atareada con rulos y otros afeites, consiguiendo el título de peluquera profesional en dos años.
Paras sus prácticas nadie se atrevía a dejarse tocar. Más involuntario que consciente me puse en sus manos. Cuando acabó conmigo, parecía un tibetano a medias, un cruce genético entre león marino y Jimi Hendrix.
Pasadas unas semanas, en pleno invierno, las amigas de mi hermana se tintaban el pelo en mi casa. El resultado nunca era científico, pero sí barato, motivo éste que impulsaba su vehemencia. Al principio solo dos amigas intimísimas se arriesgaban a la siniestra experiencia. Pero con el paso de los días se iba acentuando la confianza en sus capacidades. Mi casa se convirtió en un desfile diario de vecinas y acólitas. Éstas llegaban circunspectas, se sentaban en la mesa camilla y se arrojaban al vértigo de la experiencia. Noté que mis vecinas despertaban en mí algo más que curiosidad. Un proceso bioquímico que acababa en desconcierto. La mesa de la peluquería se mantenía cálida gracias a una estufa de butano que mi hermana prendía por la mañana bajo la ropa de la estufa. A veces yo le ayudaba en esta tarea de encender el gas. Hacía el gesto inconscientemente, una y otra vez. Pero en una ocasión mi mirada se encendió atónita ante la presencia casi fabulosa de dos piernas de mujer. Al susto le siguió mi curiosidad, a la curiosidad, morbo, y al morbo, desconcierto.
Encendía y apagaba aquel chisme como excusa para mirar las piernas de mis vecinas más jóvenes. Mis expectativas se ampliaban cada vez que aparecía una nueva clienta. Pasé de ser un ingenuo a ser un adolescente calenturiento. Me llamaba el misterio de la mujer, el agujero negro, la hucha de todos los misterios. El sexo tan lejano como inaprensible: la flor del deseo.
Y el niño ingenuo se dejaba el pellejo en la hoguera de su desatino. Se machacaba la persona contra sí misma, hasta dar al mundo la nada, el vacío y hueco material genético. Una leve aportación onanista, pero un aprendizaje de la vida adulta muy acelerado. Recuerdo aquella colección de bragas del barrio. Las había de todos los colores y dimensiones. Más limpias y más sucias, como las caras de sus propietarias con las que me desvanecía oníricamente en las largas noches de invierno.
EL CIRCO

No podía imaginar, en mis nueve años, que existiera gente más pobre que nosotros, los vecinos de Su Eminencia. Pero un mes de diciembre arrojó al estercolero que teníamos como jardín una trupe de gitanos, funámbulos y músicos, que vivía dentro de una sórdida y ridícula camioneta. Cuando desplegaron sus medios, su atrezo consistía en unos aros, unos bolos y una cabra. El jefe del clan tocaba la trompeta con la mano derecha, mientras con la izquierda daba órdenes a la cabra que hacía sus pinitos sobre un taburete mínimo. Después de la turné por el barrio, volvían con algunas monedas y algo de comida que recogían de los vecinos. Al jefe lo acompañaban su mujer, una gitana rubia de edad indescifrable, un hombre mayor, aparentemente su padre, hiperalcohólico y caidizo, y una niña muy morena de unos siete años de pies oscuros y descalzos.
Por la estrecha vecindad en que pasaron aquellos días, la niña se acercaba a hablar con los chicos de Isaac Peral. Un tarde en que jugábamos a las estampas notamos atónitos que aquella sirenita rumana además de caminar descalza no llevaba ni bragas. Sentí una gran indignación. Por la mañana, camino del colegio observé que salían de la camioneta a hacer sus necesidades en un viejo cubo de zinc. Su pobreza era proverbial y nunca antes vista. Comían sobre cajas de cerveza haciendo un círculo familiar que más perecía el patíbulo de la cabra.
Una tarde muy fría y húmeda acaeció una desgracia. Los gitanos que se calentaban con una vieja estufa de gas se alertaron por una explosión y una inmensa llamarada. Todo el mundo oyó el estruendo y se espantó. Tras abrir el portón lateral de la vivienda, el patriarca salió gritando con sus viejos pantalones en llamas, motivo que sirvió de escarnio y mofa para algunos vecinos. Pero mi madre que limpiaba la puerta de la casa con una fregona, no dudó en lanzarle el cubo de agua que apagó rápidamente el pantalón del gitano. El jefe se quitó el pantalón de Tergal y se quedó con la desnudez de su culo y su badajo ante la risa de algunos desalmados. En sus piernas se percibían quemaduras atroces. La estufa seguía prendida en el interior de la camioneta. Mi madre entró rápidamente en casa, mojó una sábana bajo la ducha. Como un relámpago entró en el lugar de autos y arrojó la tela sobre las llamas.
Todos los vecinos acudieron raudos a socorrer a los gitanos. Ramón, el taxista, llevó al gitano al hospital y mi madre y otros vecinos dieron alojo y cena al resto de la familia. Después de una semana de curación en la que los ingresos de los gitanos se vieron mermados notablemente, el patriarca amaneció con la idea de marcharse del barrio en su singular diáspora. Pero antes quería agradecer la hospitalidad generosa que le mostramos. Entró en el taller de mecánica donde los cabezas de familia mataban el tiempo, y puso en circulación una bota de vino, balbuciendo en una babélica lengua que nadie entendió pero que todos comprendieron. Entre sollozos apagados mostró sus más sinceras gracias. La hija del clan vino a despedirse de mi madre y una de mis hermanas le regaló una muñeca de melena rubia.
Aquella experiencia me marcó con solo nueve años, mostrándome lo afortunado que era por tener paredes, techo y agua corriente para ducharme y asearme, aunque el paisaje que tuviese delante de mi ventana fuese el basurero municipal.
KING KONG

En la calle cada niño era importante por algo que supiera hacer bien. Había quien manejaba la bicicleta como un malabarista. Quien conducía la moto de su padre o quien hacía el pino sobre un patinete en marcha. Otras tenían un éxito precoz con las niñas. Yo sólo sabía hacer algo mejor que los demás, correr. Y corría pero no era el más rápido. Corría y resistía corriendo más kilómetros que todos mis amigos. Corría con o sin causa, a veces perseguido por algún vecino furibundo. Corría al salir del cine entre la bulliciosa multitud agolpada. Esquivaba a la gente que caminaba pausadamente, con el único objetivo y por el único placer de correr.
En invierno jugábamos en pandilla a dar vueltas a la manzana. Corríamos como verdaderos atletas de diez años sin tregua y sin respiro hasta completar el número de vueltas que previamente habíamos acordado hasta caer extenuados. Un día triunfante y soleado para mí, después de dos horas corriendo, se colocó el listón más alto de todos los tiempos. Veinte vueltas a la manzana. Los pocos privilegiados que constituíamos el grupo de elite comenzamos a correr midiendo nuestras propias fuerzas y las ajenas. Había que seguir una estrategia para ganar. No abandonar al menos hasta que los rivales lo hubieran hecho. A los treinta minutos llevábamos recorridas quince vueltas y sólo quedábamos tres corredores. A las dieciocho vueltas sólo dos. A Fermín, mi rival más contundente, no se le veía resoplar de agotamiento. La carrera iba a decidirse en los últimos metros. Contuve un golpe de velocidad a falta de dos vueltas, y temí que mi amigo comenzara un ataque seco. Al ver que no lo emprendía, eché toda la leña al fuego y recorrí la última vuelta como un potro salvaje.
En la ilusoria línea de meta, que era la puerta de mi casa, me esperaba la gloria y los laureles invisibles de aquel juego. Bien mirado era un deporte barato, quizá el más barato de todos los inventados nunca, solo hacían falta el suelo, unas zapatillas cómodas y ganas de correr. De quién se huía o hacia dónde se iba eran cuestiones superfluas y carentes de utilidad. La heroicidad consistía en ganar la fama de ser el más rápido y resistente de los niños del barrio. Ése era mi honor volátil, efímero y suburbano. Esa tarde la pasé tumbado en el sofá de Isaac Peral, 24, cansado y mustio como un magdalena en un café con leche.
Aquella noche emitían, en el único canal público que existía, King Kong. Atónito contemplé, con mis ojos impresionables de diez años, a aquella bestia iracunda pisando a pobres aborígenes de no sé qué ilusorias islas ni qué peregrinos océanos. Un bebé aborigen a punto de ser pisado por el Gólem es recuperado por una madre despistada en el trasiego causado por el ataque.
Sentí una gran angustia existencial ante aquel capítulo televisivo. Cuando conseguí dormir sobre el lecho, recobré el inconsciente en una isla llena de cocoteros y de pájaros prehistóricos. En la isla mis amigos del barrio vestían y hablaban como aborígenes. Que si unga unga y cosas así. En el centro de la isla estaba mi calle, mi manzana, pero el barrio había desaparecido devorado por palmeras y manglares. Era una alucinación onírica aunque yo empezaba a estar preocupado. Con el sonido de un disparo King Kong despertó de un sopor de milenios y bostezó. Mis amigos y yo comenzamos una carrera siniestra en torno a nuestra manzana. No había el orgullo del ganador. Sólo había miedo. Si la fiera te atrapaba te zampaba de un mordisco las piernas o la cabeza. Todos corríamos despavoridos. Yo iba el primero. A la siguiente vuelta a la manzana me encontré con el cadáver de uno de mis amigos aplastado sin piedad por la bestia. El gorila nos perseguía y no nos podíamos detener ni para abrocharnos los cordones. Después de un rato de interminable pesadilla yo estaba demolido. Había batido el récord de vuelta rápida y King Kong me pisaba los talones. El único recurso que imaginé viable para descansar fue el de hacerme el muerto junto a alguno de los cadáveres. Así lo hice. Me tumbé bocabajo y contuve la respiración con los ojos cerrados. Pero aquel bicho bípedo se me acercaba, extendía su mano y me empujaba diciendo:
-Sigue Joselito, no puedes parar.
Y súbitamente estaba de nuevo corriendo y sudando para escapar.
Al despertar tenía la extraña sensación de haber recorrido tres maratones. No entendía nada de aquel sueño siniestro que se repitió durante años. Y hoy, en la distancia de la edad, entiendo que eran muchos mis gigantes y lestrigones, que diría Kavaffis. Era tan fácil ser aplastado o aniquilado de un zarpazo, que lo realmente meritorio era sacar la cabeza del naufragio voraginoso del barrio.
De allí nacieron mi gusto por las carreras de fondo y mi aversión por las drogas. De allí salí luchando y corriendo cada día. Buscando un lugar en el mundo en el que vivir no fuera una batalla perdida de antemano. Salí para respirar y para buscar colores, evitando el blanco y negro de los suburbios. Salí. Pero otros muchos se quedaron y perecieron como ratas. Por eso, y por que les debo parte de lo que soy es que escribo esta historia.
ACTO SEGUNDO
Cierro la mano y la tengo vacía…

BRUCE LEE

A veces nuestra historia la recordamos como un montón de desgracias o de casualidades, como la vida de un vendedor ambulante o la de un agente de seguros. El camino asendereado que llevaba hasta los diez años amenazaba con complicarse. La patria, el barrio no se movían. Cayeron los himnos, pero antes habían caído Carrero Blanco, después de volar a varios metros de altura, y el Generalísimo, una hora antes en Canarias. Caían las fronteras, los ladrillos del muro que aisló nuestro país durante cuarenta años. Para los de mi quinta, el hombre había viajado en balde a la luna. El viaje más largo se hacía con una jeringa, rumbo a la Nada con mayúsculas. El caballo había llegado tarde, pero había calado tan hondo, que raro era el día en que una ambulancia no se llevaba a algún vecino metido en mierda hasta la médula.
No todo era tan siniestro. Teníamos a Camarón de la Isla y a Bruce Lee, dos hitos casi tan inabarcables como El Lute que fue perseguido a balazos por Su Eminencia. En el cine de verano se gestaba la nebulosa grisácea de nuestros sueños. La mayor cola que vi de niño en el cine se hizo para ver Kárate a muerte en Bangkok. Bruce Lee repartía justicia a tortazos y patadas con una velocidad pasmosa. Un joven de Hong Kong, salido del gueto, se abría paso entre las producciones bastardas de Alfredo Landa o Andrés Pajares. Para nosotros era algo liberador. Las artes marciales constituían la droga más dura que jamás se distribuyó por el barrio. A la salida del cine todos los niños imitábamos con mejor o peor suerte las posturas de Bruce Lee.
Es curioso que años después este mito salvaje acabase como los héroes de mi barrio, los tironeros, los butroneros o las coñeras, tirado en el suelo mascando la nada de su existencia, con la sangre gastada por el opio. Y es curioso que la lección fuera tan rigurosa, que la única escapada hacia delante consistiese en la regresión al limbo de la no existencia. Era una solución nihilista a las eternas cuestiones de ¿quién soy? y ¿hacia dónde voy? Y curiosamente San Fernando y Hong Kong producían la misma materia humana, fruto de su relación con los pobres.
BLANCO Y NEGRO

Corrían malos años para la actividad política. El pasado difunto todavía pesaba mucho en la conciencia colectiva y las comisarías de policía. Los jóvenes se reunían en torno a locales cristianos donde se fraguaba la movida intelectual y política clandestinamente. Las librerías ofrecían bajo cuerda las obras de Marx, literatura erótica y los casetes de Paco Ibáñez o Víctor Jara.
En mi calle sola había una televisión y los niños hacíamos cola para ver los dibujos animados o el cine cómico mudo. Cada uno tenía que llevar su propia silla. Por este método conseguí ver las películas más notables de Chaplin o Lloyd, los dibujos de la Warner y algunos documentales sobre felinos. Una Navidad menos rigurosa que las habituales mi padre consiguió dinero con unos trabajos extraordinarios. Después de un pétit comité familiar se decidió que la televisión sería el único regalo para todos. Hoy no podría entenderse el efecto que produjeron aquellas radiaciones luminosas en los ojos de un niño. Sólo un canal, con una limitada programación, el himno al iniciarse y al finalizar cada día. La carta de ajuste y los partes informativos. Le hicimos más fiesta a la televisión que a ningún otro evento familiar. Ya no había que hacer colas en casa de la vecina para ver las películas. Todo un avance, un progreso social, tenías televisión y ya eras alguien importante en el barrio.
Más fuerte y más rotundo que todos los telediarios de la época fue la difusión en horario nocturno de un filme que marcaría mis retinas para siempre. Mis padres habían sido invitados a una boda muy sonada del barrio. Mis hermanas estaban en un campamento organizado por las Juventudes Cristianas, en la sierra. Yo estaba convaleciente de unas fiebres que me habían retirado a la cama. A las diez de la noche bajé de mi habitación al sofá. Encendí la máquina y sin saber de qué título se trataba me puse a ver la película.
Ojitos, un niño de siete años, llora abandonado por su padre en las calles de Ciudad de México. Aunque pasan los días, sigue con la ilusión de que su padre aparecerá para llevárselo. Nada más lejos de lo que ocurrirá.
El Jaibo, precoz delincuente que acaba de escaparse de la escuela correccional y que vive entre sus amigos de la calle como un héroe auténtico, busca al delator que lo acusó de un homicidio. Cuando lo encuentra, en su lugar de trabajo, una fábrica de ladrillos, lo mata golpeándolo con una enorme piedra y un palo en la cabeza.
Buñuel no hacía muestra de un gusto morboso por la violencia, de hecho solo muestra la sombra sobre el muro en la que se intuye el homicidio. El único personaje que se gana la vida honradamente en este submundo es aplastado por su pasado, su barrio, su vecino. El destino negro de aquel personaje era una marca de origen. La caducidad de la esperanza era la cruel enseñanza de director.
En mis ojos atónitos aquella tragedia cotidiana del cuarto mundo era algo más que una cuchillada en un ojo de párpados abiertos por una mano. El surrealismo que destilaba aquella película de 1951, era una reminiscencia de la vida parisina de Buñuel. La muerte alcanza al protagonista, al antagonista, a los personajes salidos de las ratoneras, de la miseria mostrada en primer plano y sin atrezzo. Eran niños de la calle y no actores. Una única licencia literaria se permite el autor. En una foto fija de un adolescente abatido a tiros por la policía, el difunto murmura un monólogo antes de expirar: «Míralo, Jaibo, por ahí viene el perro sarnoso...». Aquella imagen, junto con la del protagonista de diez años, arrojado en el interior de un saco a un estercolero, infectaron mi conciencia de miedo y de dolor. Aquella impronta terriblemente violenta e hiperrealista me dejó aturdido varios días, me dio un tercer ojo para ver más allá de la fachada de la vida. Un marchamo de sensatez y de cordura. Todo el mundo merece una vida digna, una familia, un plato de comida, un juguete, un sueño por el que luchar, un camino elegido.
La miseria de las calles de México no era distinta de la de cualquier otro lugar del mundo. El sistema que empezaba a mostrar sus mandíbulas en nuestro país ya le había devorado el tuétano a los niños de una de las ciudades más superpobladas del mundo. Ese sistema llegaría a nosotros años después en forma de plástico cómodo y versátil. Para comprar comida, televisiones. Para comprar viajes, sueños, cámaras de vídeo, comida basura. Para comprar la felicidad o para disimular la insatisfacción que hoy se cura en los divanes de cuero de los psiquiatras.
1973

Como cualquier día de vacaciones, mi madre untaba mantequilla en las tostadas y hervía un litro de leche cruda para darnos el desayuno a mis hermanas y a mí, cuando de golpe sonaron disparos de armas de fuego. Sorprendidos por el atronador ruido de las balas mi madre se asustó y quiso asomarse a la calle para ver qué ocurría sin impedir que yo saliese por el resquicio que quedó libre y me dirigiera corriendo al lugar de los hechos. Mi madre gritó para que no me fuera de casa un hijodeputa que quedó en la retina de los oídos de todo el barrio. Pero a pesar de su afán protector yo ya estaba metido en meollo de la joyería de La Atalaya, en la que El Lute y dos de sus secuaces habían perpetrado un robo frustrado con resultado de un muerto y dos detenidos. El Lute había sido perseguido sin éxito durante dos años por toda la geografía andaluza, en la que se le suponía escondido. La Guardia Civil, cuerpo al que pertenecían dos hermanos de mi madre, desplazados en la búsqueda del delincuente, estaba en el acoso y derribo de El Lute después de unos meses. El Partido Comunista, los sindicatos clandestinos, los líderes presos de izquierdas, escuchaban atónitos la noticia. La fuga y persecución de El Lute en su última huida de las cárceles españolas, constituyó el mayor culebrón radiofónico de su momento. A los niños que estudiaban en colegios de curas se los asustaba con El Lute como si fuera La Mano Negra, que se llevaba a los niños para devorarlos. En cambio en los barrios obreros oprimidos por la barbarie, el descalabro y la miseria del franquismo, El Lute era poco menos que Robin Hood, o El Tempranillo de fin del siglo XX. Su foto de reo, con el brazo en cabestrillo y agarrado por los picolos, se convirtió en el mismo icono que el de El Che o el de Paco Ibáñez, que ya se distribuían en las librerías clandestinamente. El nombre Eleuterio Sánchez en la pésima caligrafía del autor, llamaba a la alfabetización de la clase obrera. O sales de la ignorancia aprendiendo a leer y a escribir como hizo El Lute, o serás toda tu vida un paria. Las vietnamitas trabajaban a destajo sacando octavillas a favor de El Lute que se arrojaban en la puerta de las fábricas y centros de trabajo. El quincallero de Salamanca se había convertido en el mayor reclamo publicitario contra el régimen de Paquito Franco, haciendo evidente la flaqueza y pobreza de recursos de la dictadura. La mayor vergüenza del régimen.
Pero aquel año tan funesto para las libertades y los héroes mitológicos se iba a cerrar con un buen postre. Una bomba estallaba en Madrid al paso de un coche oficial que saltó por los aires alcanzando la sexta planta de un edificio adosado a la iglesia en la que Don Luis Carrero Blanco acababa de confesarse y comulgar para limpiar sus pecados. No sabemos si se disculpó de los asesinatos contra las fuerzas elegidas democráticamente en la Segunda República española. No se sabe si pidió disculpas por los desaparecidos tras la llegada de las Tropas nacionales a la ciudades y pueblos de toda España. Ignoramos si pidió disculpas por la opresión y represión que vivimos todos durante cuarenta años. Pero lo cierto es que durante unos momentos, las autoridades buscaron el coche oficial sin éxito porque éste se encontraba encaramado en la azotea de un edificio de pisos.
La noticia supuso tres días de luto oficial, que incluía no ir al colegio a los niños y niñas, y mantener música militar ininterrumpidamente en los medios de comunicación oficiales, Radio Nacional y Televisión Española.
En mi barrio se celebró una fiesta clandestina en el bar de El Ronco, un viejo comunista con la garganta perforada por una traqueotomía. En plena euforia por los sucedido en Madrid, Arcadio, el taxista, sacó una corbata vieja y la cortó en pedazos. La corbata, decía él, había caído del cielo en la azotea de su casa dejando una estela de polvo en su camino. Sin lugar a dudas, era la corbata de Don Luis, lo que hizo que todo el mundo se le arrojase encima para conseguir, previo pago, un trocito del souvenir tan deseado por todos. La fiesta se prolongó en silencio hasta las seis de la mañana entre brindis y vino blanco, esperando que algún día le ocurriese lo mismo a Don Paquito.
1973

Como cualquier día de vacaciones, mi madre untaba mantequilla en las tostadas y hervía un litro de leche cruda para darnos el desayuno a mis hermanas y a mí, cuando de golpe sonaron disparos de armas de fuego. Sorprendidos por el atronador ruido de las balas mi madre se asustó y quiso asomarse a la calle para ver qué ocurría sin impedir que yo saliese por el resquicio que quedó libre y me dirigiera corriendo al lugar de los hechos. Mi madre gritó para que no me fuera de casa un hijodeputa que quedó en la retina de los oídos de todo el barrio. Pero a pesar de su afán protector yo ya estaba metido en meollo de la joyería de La Atalaya, en la que El Lute y dos de sus secuaces habían perpetrado un robo frustrado con resultado de un muerto y dos detenidos. El Lute había sido perseguido sin éxito durante dos años por toda la geografía andaluza, en la que se le suponía escondido. La Guardia Civil, cuerpo al que pertenecían dos hermanos de mi madre, desplazados en la búsqueda del delincuente, estaba en el acoso y derribo de El Lute después de unos meses. El Partido Comunista, los sindicatos clandestinos, los líderes presos de izquierdas, escuchaban atónitos la noticia. La fuga y persecución de El Lute en su última huida de las cárceles españolas, constituyó el mayor culebrón radiofónico de su momento. A los niños que estudiaban en colegios de curas se los asustaba con El Lute como si fuera La Mano Negra, que se llevaba a los niños para devorarlos. En cambio en los barrios obreros oprimidos por la barbarie, el descalabro y la miseria del franquismo, El Lute era poco menos que Robin Hood, o El Tempranillo de fin del siglo XX. Su foto de reo, con el brazo en cabestrillo y agarrado por los picolos, se convirtió en el mismo icono que el de El Che o el de Paco Ibáñez, que ya se distribuían en las librerías clandestinamente. El nombre Eleuterio Sánchez en la pésima caligrafía del autor, llamaba a la alfabetización de la clase obrera. O sales de la ignorancia aprendiendo a leer y a escribir como hizo El Lute, o serás toda tu vida un paria. Las vietnamitas trabajaban a destajo sacando octavillas a favor de El Lute que se arrojaban en la puerta de las fábricas y centros de trabajo. El quincallero de Salamanca se había convertido en el mayor reclamo publicitario contra el régimen de Paquito Franco, haciendo evidente la flaqueza y pobreza de recursos de la dictadura. La mayor vergüenza del régimen.
Pero aquel año tan funesto para las libertades y los héroes mitológicos se iba a cerrar con un buen postre. Una bomba estallaba en Madrid al paso de un coche oficial que saltó por los aires alcanzando la sexta planta de un edificio adosado a la iglesia en la que Don Luis Carrero Blanco acababa de confesarse y comulgar para limpiar sus pecados. No sabemos si se disculpó de los asesinatos contra las fuerzas elegidas democráticamente en la Segunda República española. No se sabe si pidió disculpas por los desaparecidos tras la llegada de las Tropas nacionales a la ciudades y pueblos de toda España. Ignoramos si pidió disculpas por la opresión y represión que vivimos todos durante cuarenta años. Pero lo cierto es que durante unos momentos, las autoridades buscaron el coche oficial sin éxito porque éste se encontraba encaramado en la azotea de un edificio de pisos.
La noticia supuso tres días de luto oficial, que incluía no ir al colegio a los niños y niñas, y mantener música militar ininterrumpidamente en los medios de comunicación oficiales, Radio Nacional y Televisión Española.
En mi barrio se celebró una fiesta clandestina en el bar de El Ronco, un viejo comunista con la garganta perforada por una traqueotomía. En plena euforia por los sucedido en Madrid, Arcadio, el taxista, sacó una corbata vieja y la cortó en pedazos. La corbata, decía él, había caído del cielo en la azotea de su casa dejando una estela de polvo en su camino. Sin lugar a dudas, era la corbata de Don Luis, lo que hizo que todo el mundo se le arrojase encima para conseguir, previo pago, un trocito del souvenir tan deseado por todos. La fiesta se prolongó en silencio hasta las seis de la mañana entre brindis y vino blanco, esperando que algún día le ocurriese lo mismo a Don Paquito.
ÉRASE UNA VEZ…

En el colegio se promocionaban conductas propicias para la integración social de los hijos de los pobres. En el patio formábamos en fila militar, elevando la mano derecha sobre el hombro de quien nos precedía en la fila, escuchando del himno de la nación mientras se izaba la bandera. Y algunas veces como premio, las firmas editoriales regalaban entradas al cine. Un viernes que llegué algo tarde a clase, regalaron entradas para ver la película de dibujos animados Peter Pan. Mi retrazo me impidió conseguir entradas para la película, pero mi hermana pequeña sí consiguió una entrada sobornando a una compañera de clase.
La pena me consumía porque para mí hubiese sido la primera película de Disney en mi repertorio. No pude ir a verla aquel viernes y a la vuelta del cine mi hermana contaba maravillas de los personajes de ensueño que poblaban el filme. Yo tapaba con las manos mis oídos porque no quería saber nada de aquella estúpida bazofia que los demás habían disfrutado.
En ese gesto se dejaba ver una prematura inclinación al cine difícil frente al cine infantil y pedagógico, donde el bueno tiene cara de pánfilo y viste de color celeste piscina y el malo parece poco menos que un monstruito con los ojos resaltados y el pelo encrespado. Para este creador de origen malagueño no existían los tonos grises. Como si los niños viésemos con tanta claridad quién es el bueno y quién es el malo en el mundo real.
En cambio no me perdía jamás los dibujos de la Warner, algunos de ellos prohibidos en Estados Unidos. El Monstruo de Tasmania, el Gallo Claudio, el Coyote, el pato Lucas, formaban una caterva de seres golfos que empleaban cualquier tipo de arma o estrategia para fastidiar a los demás. Y por defecto terminé adorando el cine en blanco y negro, Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd, Laurel y Hardy, el cine crudo de Buñuel, Fellini, Berlanga, Bardem, Jacques Tati, Truffaut, y un largo etcétera de autores que no te tomaban por tonto.
Y en su megalomanía, aquel creador del Pato Donald que se había hecho crionizar, nos dejó una panoplia de modelos estúpidos y alienantes. Las chicas se dedicaban a sus labores en la familia Donald. Blancanieves era un poco nifómana si atendemos al número de enanitos, la bella durmiente era una pija que se había pasado con las drogas y esperaba con el mono a que un pijo le trajese un poco de polvo blanco. Las heroínas de Disney eran poco menos que marujas esperando la vuelta del curro de sus machos.
Los modelos que servían de personajes me parecían una aberración contra natura, un prototipo de estupidez clasista en la que todos las cuentos tenían el final que le daba la gana al señor Whalt.
Unos días después de la experiencia y para rentabilizar los recursos didácticos del cine nos propuso la profesora de lengua que escribiésemos un cuento del que nos gustase que se hiciera una película.
Mi historia era la siguiente:
«Caperucita, una huérfana ejemplar.
Como la madre soltera y la abuela de Caperucita están incapacitadas para la vida laboral explotan a la niña para que transporte licores entre ambas, sometiéndola al riesgo de ser violada por un lobo traficante y pederasta y un seprona con escopeta. Al final, la niña huye a la ciudad y comparte piso con Marco que también estuvo un tiempo buscando a su madre de los Apeninos a los Andes. Una vez en la ciudad ponen una peluquería canina y una protectora de animales…»
La profesora llamó a mi madre para tener una charla con ella y mi madre me tuvo castigado varios días, cosa que todavía hoy no entiendo. El arte es libre, ¡cojones!
HUMANES

La suerte quiso que aquel día cayese una tromba insoportable sobre el barrio. Para la mayoría de los niños era un evento, una fiesta, andar con botas de agua sobre los charcos y quitar el polvo a los impermeables. Pero Lolo tenía serías razones para discrepar sobre nuestros gustos meteorológicos. En pleno invierno, aunque éste acuciase con rigor, Lolo salía a la calle con unos lamentables zapatos de lona carcomidos por puntos y un pantalón ridículo de tela de saco. Buscaba ropa en el vertedero y, en alguna ocasión recuerdo que se le vio con unos zapatos de distinto color cada uno. Decía que usaba un zapato de suela gruesa para frenar sobre la rueda de la bicicleta. De modo que al acabar un paseo en bici, se quitaba el enorme zapato de freno y restituía sus míseras zapatillas.
Pero lo que la suerte no le dio a Lolo en riqueza, se lo dio en salud y fortaleza. Jamás vi, en ninguno de aquellos duros inviernos, que aquel niño escuincle y agitanado estornudase o se resfriase. A veces llegaba a alimentarse de la fruta encontrada en la basura. Era todo un espectáculo esperpéntico y vomitivo del que él no tenía ninguna culpa.
Una noche hablábamos de las niñas del colegio junto a una hoguera enorme. El fuego iluminaba nuestras diminutas caras como encendiendo en ellas la marca de un mal augurio. Sorpresivamente Lolo se sentó entre nosotros con cara feliz y angelical, mostrando un impermeable de hule de color calabaza transparente que había encontrado esa tarde rebuscando en la basura. El abrigo era de plástico y tenía gorro y broches que parecían tachuelas desde el cuello hasta las rodillas. Se acomodó sobre las piedras entre nosotros y prestó atención sobre lo que se contaba sobre Lucía, una niña del colegio. El Capullo había estado espiando a las chicas de la escuela por la ventanilla del gimnasio y había visto a aquella Venus incipiente quitarse la ropa sudada. A pesar del frío de aquella noche de invierno, nosotros comenzamos a sentir una fuerte agitación interior y un nudo inexplicable en la garganta.
—Tenía la camiseta pegada al cuerpo —contaba el Capullo— y no tenía sostén. Sus pezones estaban clavados en la ropa. Me puse tan empalmado que iba a reventar. En un segundo se quitó la camiseta y sus tetas quedaron al aire. Estuvo un momento secándose el pelo, con el pecho descubierto, sentada. Cuando se levantó le vi las bragas pegadas al coño. Lo tenía de pico, afilado y puntiagudo, como una galleta de chocolate. Yo me estaba derritiendo cuando cogió su ropa seca y se vistió. Se soltó el pelo húmedo en la espalda y se marchó.
Un rugido oscuro corría por nuestras tripas y nuestras almas consumiendo la médula de lo soportable. El rijo de los diez años era más insondable que la mayor de las penurias vitales, peor que el frío o el hambre. El fuego literal y figurado calentó tanto nuestra conciencia que apenas quedaba espacio entre las hormonas aceleradas. Pero en esto avino a Lolo un calor infernal mayor que el nuestro, un ardor guerrero más intenso que el que sentíamos todos juntos. Sucedió, lamentablemente, que las llamas de la candela habían calentado nuestros ridículos cuerpos pero también la nueva prenda de Lolo que se había fundido con su ropa y le estaba calcinando la piel. Lo apartamos de la flama entre gritos de desesperación y la lluvia que comenzaba a caer amortiguó los efectos del plástico prendido. Tuvimos que desnudarlo por completo. El impermeable, que se había soldado a la ropa, semejaba una armadura futurista que tuvimos que quitarle como el que rompe una regañá. No llegó a quemarse pero perdió su ropa que, como sabíamos, no era algo que le sobrase. Esa misma noche se ganó una paliza de su padre borracho. Era un modo de agradecer las labores bien hechas. No se podía tener peor suerte.
Al sábado siguiente por la mañana buscamos a Lolo en su casa, a las nueve en punto de la mañana. Teníamos una sorpresa para él. Nos sentamos en el escalón de la puerta de mi casa con una enorme bolsa. Estábamos todos contentos aunque nerviosos. Cada uno había buscado en arcones y roperos viejos ropa usada, y nuestras ofertas de saldo eran: una trenca azul marino, que le quedaba algo holgada, pero que no rechazó. Dos jerséis de lana, uno de color verde y otro de color butano. Unas botas de agua y un gorro de lana gris. La cara de Lolo era una estampa. Sus ojos las ruedas de las tragaperras. Se probó la ropa y salió para su casa como alma llevada del diablo.
De aquella velada de amigos Lolo aprendió dos grandes verdades. Una, el valor de la amistad que mostró aquel corporativismo paria. Otra, la distancia no solo británica que debía guardar de las llamas. No acercarse al fuego, no tanto como para caer preso de su flamante brillo. El fuego, origen de la vida y símbolo del infierno. El fuego del deseo que hacía inquietas nuestras noches. El fuego liberador de la oscuridad que nos enterraba en el tiempo y en la basura. El origen cósmico de todas las cosas.
Nosotros quedamos en paz y en vecindad. No teníamos suerte ni escapatoria. No teníamos un parque donde jugar ni dinero para golosinas. Pero ante lo desaprensivo del destino y la fatalidad nos teníamos los unos a los otros como una familia furtiva y desarraigada.
LA GRIFA

Era muy habitual en Isaac Peral el paso de las lecheras de la Policía, la pasma, los maderos, los señores, los monos. Para poner su ley sobre la ley de la calle, mandaban a mi barrio los policías más duros de la reserva. Eran auténticos gorilas de metro ochenta que no se cortaban un pelo repartiendo leches. Si te pillaban en desfalco y te esposaban, podías darte por pulpo. Te dejaban la cara y las costillas como un cromo. Perseguían a los tironeros a cien por hora por las estrechas calles del barrio. Y éstos normalmente se escapaban con pequeñas motos trucadas de tres marchas.
Había una escala de héroes del tirón. Se usaban distintas técnicas y diversos métodos de búsqueda de la víctima y de la fuga. Nosotros nos acomodábamos en el escaparate de alguna tienda para presenciar en primera fila el delito, y veíamos como dioses a los ladrones que con un golpe de piedra se iban con doscientos talegos instantáneos. Pero ése era un negocio muy arriesgado y peligroso. La cárcel era una escuela de meditación budista para los que atrapaba la policía. Cuando salían de la trena tras cumplir una año de condena, se replanteaban su actividad profesional y ejercían otro oficio menos complicado aunque no menos ilícito. Los convictos pasaban a vender turrones, costo. Tenían dos calidades. Un hachís mezclado con avecrem para los primos que venían de otros barrios y otro resinoso muy oscuro, de una calidad inmejorable para los clientes habituales. La grifa afgana era la más solicitada. Era una droga limpia y de fácil manejo. Su efecto era cálido y arenoso. Daba una calma propicia par la reflexión. Quitaba el hambre, la sed, el sueño, el frío y la angustia. El estado extático daba a los fumadores una flexión de rodillas, que quedaban en cuclillas apoyados contra la pared. Después supe que ésa era la postura de la cárcel. Era la posición que se tenían en los patios de las prisiones para matar el tiempo y mitigar las ganas de farra.
Un día que jugábamos a la pelota en la acera, nos sorprendió el estrépito de unas ruedas rugientes que pasaron ante nuestra mirada pasmada. Era un cargamento. El Fiti, un chorizo con galones, conducía un Mercedes verde botella a todo trapo. Y detrás de él, dos lecheras repletas de policías. En solo quince minutos la calle se convirtió en un circuito de velocidad. Pasaron al menos veinte furgones del 091, todos cargados de pasma. No hubo tiempo para dar el agua. Los niños corríamos tras la policía para presenciar en primera fila los hechos. Antidisturbios cargados de pistolas hasta las cejas corrían a pie tras los camellos que iban arrojando toda la mierda que llevaban encima. El barrio fue literalmente peinado calle a calle. Las sospechas de posesión de alijos se convirtieron en hechos flagrantes en las tres horas que duró la operación. Contra la pared del campo de fútbol vimos a toda la empresa, a los capos, los mediadores, los camellos de poca y de mucha monta, a sus mujeres culeras y coñeras, a sus hijos dedicados prematuramente al negocio de la catatonía y del éxtasis. Requisaron varias decenas de quilos de hachís y tres quilos de heroína de una pureza extrema. Llenaron tres furgones de nuestros vecinos ante la mirada perpleja de las viejas del barrio.
Cuando acabó todo, nos acercamos a husmear en la escena del crimen. Encontramos jeringas usadas, cuadernillos de papel de arroz, carteras vacías y algún charco de sangre. El más afortunado fue Eduardito que encontró entre los hierbajos un enorme turrón de al menos medio kilo. Se lo escondió bajo el pantalón y salió como una flecha para su casa. Aquella noche en la candela nos confesó el hallazgo. Su cara estaba más pálida que la barriga de una rana. No sabía si lo ocurrido era pura suerte o una auténtica desgracia. Para mitigar su pavor convinimos en repartir la mercancía como buenos cristianos. La Santa Cena en versión underground. Ésta, mi sangre, éste mi cuerpo.
Los días que siguieron fueron de autoabandono, de serenidad taoísta. El mundo desde aquella nueva perspectiva era un rumor lejano, una entelequia disfuncional. Nos importaba un carajo.
LA FOTOGRAFÍA

Sólo conservo una fotografía de joven de mi padre. Nadie habla ni quiere oír hablar de eso, el árbol genealógico que nos maltrajo a este mundo. Era un hombre fornido –y sigue siéndolo─. Pero en la fotografía lo que predominaba sobre todo era una sonrisa abierta de las pocas sonrisas que recuerdo de mi padre porque él destacaba como un tipo serio. En la foto aparecía en camisa de mangas a cuadros. Era una tarde tan tórrida que las vacas del camino que iban a casa de la tía se habían convertido en monolitos urbanos disecados. Como no había nevera en casa de pobre, la bebida se enfriaba comprando un bloque de hielo que duraba dos días. Festejábamos un bautismo cristiano, que, a lo que yo alcanzo, me parece ser el único sacramento que tenía entonces visos de religioso.
El padrino y la madrina del neonato eran mis padres y en aquel convite fumé por primera vez con licencia y vista de ellos. Como en un rito de iniciación prendí con un cerillo un Ducados y la calada profunda que di al cigarrillo me llegó hasta la memoria. Estuve dos días tosiendo y se me puso de momento voz de cantinero. Mi prima hacía el pino con falda y yo no perdía detalle de sus braguitas aunque me estallasen los pulmones por la tos. Mi primo Tonio intentaba hacerle carantoñas sexuales a un borreguito enano que siempre lo acompañaba. El pobre era inocente. Pero no es que pesase sobre él una condena inconfesa, sino que padecía retraso intelectual. Y su padre que pasaba por ser el más listo de la familia, rompió a martillazos la primera televisión por el resultado de un Betis Sevilla. Mi tía Mar, la anfitriona, había heredado una dita y paseaba a todas horas montada en un Vespino blanco para cobrar letras. Le debía dinero todo el barrio pero su corazón humilde no le dejaba robar a sus clientes en el precio. Su Hija Alicia se fue de casa sin avisar a los doce años, y volvió a los diecisiete con tres hijos, y abandonada por su pareja. Estuvo pariendo hasta que alguien le comentó la existencia de una funda de goma que se ponía en la parte convexa de la cópula. Los condones la liberaron de seguir pariendo, pero las criaturillas que ya tenía no paraban de pedir comida y ropitas. En casa de Tía Mar podían vivir, considerando alguna que otra fluctuación, alrededor de quince personas, pero ni ellos mismos podían establecer el vínculo familiar que les ataba.
A la vuelta del festejo, por la Nacional IV, a la altura de la hacienda de Su Eminencia, los pastos habían comenzado a arder por pura autoignición y un plano manto de humo dividía la realidad entre el subsuelo y la evanescencia. Por esa carretera volvía mi madre caminando, con su único vestido de fiesta y el humo y el movimiento de su marcha quedaron impresos en la retina de la única foto de joven de mi madre que conservo.
LA SIESTA

En el escalón de la puerta hacían aquella tarde cuarenta y ocho grados y una sequedad que arrasaban la faringe al respirar. Todo el mundo dormía la siesta como era más que razonable. Yo pasaba esas horas de la tarde soñando despierto o, lo que era peor, elucubrando planes sobre como reutilizar cacharros del basurero. A veces tomaba gasolina robada de la moto de mi padre para prender fuego a los pastos residuales del trigal vecino. Una vez prendí fuego a la copa de una morera en la que estaba encaramado y comenzaron a arderme los pelos de la cabeza. Me apagué las llamas con las manos y caí al suelo desde más de tres metros de altura haciéndome un daño terrible en una rodilla y en un hombro. Por ahorrar camino de vuelta a casa intenté atravesar un canalón de riego de un par de metros de ancho sobre una tarima que coloqué yo mismo, perdí el equilibrio y caí al barro tambaleándome. Para retreparme a la loma del arroyuelo me agarré firmemente a unos yerbajos y halé con fuerzas hasta que conseguí zafarme del charco no sin antes poner mis manos sobre una plasta fresca de vaca, que allí en el barrio eran como las vacas sagradas de la India, que deambulaban por todas partes. Un perro que paseaba, infelizmente para mí, por aquellos pagos, al verme con aquel aspecto tan desmejorado y abatido, echó a correr tras de mí con todo ahínco. Pude zafarme corriendo de la bestia pero justo antes de poner un pie en el rebate de mi puerta la emprendió a bocados con mi culo.
Mi madre que escuchó el ruido y que me suponía acostado a su lado, interrumpió la siesta y bajó a buscarme .
-¿Qué has hecho, canalla?, ¿dónde te has metido que pareces una espantapájaros?
Para esos casos de inclemencia mi madre guardaba escondida una goma de butano que empleaba como atizador flexible contra mi persona. De modo que en propiedad me pude llamar apaleado. Me dieron un manguerazo con lavavajillas por todo el cuerpo y de nuevo recobré la faz cristiana.
De cualquier modo la siesta seguía siendo un momento inútil del día para quien tiene el cuerpo lleno de rabos de lagartija. En otra ocasión decidí darme un baño de espuma como los que se veían en la tele y, como no existían las sales de baño en mi casa busqué bajo el fregadero algunos productos de limpieza que yo suponía que harían las ansiadas espumas. Como no veía brotar las pompas añadí al baño de agua fría lavavajillas, lejía, limpiacristales, y hasta un limpiador abrasivo a base de aguafuerte. Empezó a salir humo del agua y yo creí que se trataba de las esperadas burbujas, así que me introduje en la bañera de ochenta centímetros encogiendo las piernas. Durante unos segundos supuse, dudé y elucubré con lo que sucedía. Al cabo de medio minuto supe fehacientemente que me estaba achicharrando el pellejo.
El alarido se oyó hasta cinco calles más abajo en mitad de la pacífica siesta.
-Hijo de P…, que te ha parido una bruja.
La goma de butano golpeaba mis espaldas mientras juraba a mi madre que todo había sido un experimento en favor de la ciencia. Esa tarde se me desprendía el pelo de la cabeza a manojos y me quedó cara de galeote, por carajote.
LA TÍA MARÍA

En 1950 fue proyectada una carretera que unía el arzobispado de Sevilla con un cortijo donde dormía Su Eminencia, el Arzobispo de Sevilla, por cierto muy amigo de un tal Paquito Franco, inventor de la democracia moderna. Para descanso y retiro espiritual del susodicho, el cortijo contaba con un número importante de personal de servicio. Y más allá de aquel pago, se levantaban casi de milagro unas viviendas roídas por la podredumbre y la miseria. La servidumbre comía ratas cazadas a palos. Ratas de kilo y medio.
La servidumbre que vivía en los aledaños de aquel camino no disponía de asfalto ni de alumbrado público y sólo con el paso de los años aquella barriada pasaría a ser un lugar donde se podía vivir. Las casas autoconstruidas con ladrillos robados o reutilizados eran un amasijo heterogéneo de restos tomados de las construcciones públicas. Había un solo teléfono en el único ultramarinos que había en el barrio y algunas casas carecían de alcantarillado y de agua corriente.
Cuando alguna urgencia sacaba a mi madre del barrio me dejaba bajo la custodia de la Tía María. Mi tía era una mujer diminuta y robusta que se había llevado media vida pariendo para dar a luz a catorce hijos, que alimentaba con leche de las vacas que dormían entre los colchones en el suelo. Las condiciones mínimas de higiene y salubridad habían hecho de sus hijos unos seres prácticamente inmunes a cualquier enfermedad conocida en su momento. Y la chabola era con diferencia el amasijo más ruinoso y cochambroso del barrio pero tenía el toque exótico de lo taoísta. Al abrir la puerta podían salirte al encuentro una vaca, un burro o una bandada de palomas, o un niño lamiéndose los mocos salados. Mis primos limpiaban la vaqueriza casi desnudos, y al terminar las labores diarias de limpieza y ordeño de las vacas, una costra de excremento verde y seco cubría sus piernas hasta la altura de las ingles. Los hijos de la Tía María dormían amontonados en colchones desordenados sobre el suelo pavimentado de cemento donde las ratas buscaban el calor de los cuerpos para dormir. Algunos vecinos que conocían las condiciones de vida de aquella familia del arrabal, se sorprendían de que el número de miembros no aumentase debido al hacinamiento en que pasaban las noches.
Jesús, el más pequeño de mis primos pasaba largas horas jugando con los gatitos y los conejos que vivían en la planta baja, los introducía en el cubo del pozo haciéndolos descender con la cuerda. El maullido estertóreo de los animales causaba pavor, pero el pequeño Jesús, disfrutaba con aquel ascensor gatuno haciendo perrerías a gatos y a conejos.
Alguna vez que visité a mi primo Arturo, el Negro, y subí con él hasta el palomar por una escalera construida con restos de ventanas, pude ver la habitación donde dormían los mayores, y el ropero donde guardaban las escasas prendas de la familia. Al abrir de par en par las puertas de aquel mueble buscando una herramienta, una montaña de ropa sucia se derrumbó sobre mi primo.
Mi prima Isabel, que era la limpia de la familia, baldeaba a diario el salón de casa con una manguera, echaba agua a presión sobre el suelo, la lámpara, los cuadros de la pared, y hasta sobre el primer televisor que compraron y que tenían que descambiar cada vez que mi prima higienizaba el hogar.
Una funesta mañana, Jesús dejó caer por error una herramienta de su padre al fondo del pozo. Mi tío, al ver con exasperación como se desvanecía en el fondo aquella hoz, alargó la mano para atraparla pero sólo pudo ver las ondas que formaba el agua que había engullido su apero. La furia se instalaba en su rostro crispando su mirada y sus dientes rechinaban de la tensión sostenida de su iracundia. Sin pararse a amortiguar sus impulsos cogió a mi primo por la cintura y los volteó enfilándolo, con los pies hacia arriba, en el interior del brocal. Amarró sus pies con la cuerda del pozo. Lo hizo descender bocabajo y lo dejó atado por los pies llorando. Del fondo del pozo los aullidos salían como la más sórdida y fúnebre de las músicas. Mi tío Luis salió a buscar otra herramienta y estuvo un largo rato cortando hierba fresca para las vacas.
Qué decir del dolor, la penuria, la inclemencia, la barbarie, el desasosiego. Aquella era la más brutal de las lecciones que un niño podía aprender por el método inductivo. La gravedad acumulando la sangre de su tejido arterial en su rostro, añadida al rubor de un niño que llora de miedo pensando que su fin se avecina.
Pero ¿tendría precio aquella tortura? Al llegar la tía María de vuelta a casa, después de vender dos cántaros de leche al vecindario, notó algo extraño en el nudo del brocal y miró hacia el fondo del pozo. Ya no se oían gritos, ni alaridos, ni siquiera un pobre sollozo. María haló de la cuerda con fuerza y del fondo salió su niño, amoratado y lívido, con los ojos llenos de venillas rojas y la boca seca y los labios y la lengua inflados. Había que llamar a un médico, a una ambulancia. Su hijo se estaba muriendo. Ramón el taxista, que dormía después de dos turnos consecutivos, fue despertado por los gritos y como un salvador salió pitando para el hospital.
En otro lugar del barrio el tío Luis cargaba tranquilamente un carro de hierba cortada con una guadaña, ajeno a cuanto estaba pasando en el barrio. Al volver a su casa lo alertó el bullicio y entre la multitud se abrió paso. La memoria le trajo el recuerdo de su hijo colgado, y la inteligencia escasa que le quedaba hizo el resto. Su vientre se descompuso liberando todo lo que habitaba en sus tripas. Le vino la imagen de su mujer furiosa diciendo Teme la respuesta, teme la respuesta…
En tan sólo unos minutos Luis se aseó y cogió del batiburrillo algunos billetes que escondía en el techillo de la escalera y se marchó con su burro. Se marchó para siempre, para nunca volver, y dejó a tía María a cargo de catorce criaturas y de una vaqueriza como única riqueza. Jesús sobrevivió a aquel maltrago de su infancia con algunas secuelas en sus pulmones y en su corazón un temor definitivo a las profundidades de la tierra, carácter bipolar y propensión a los narcóticos.
La tía María buscó algunos meses a su marido, pero la tierra le había tragado literalmente para siempre. De él no quedó el menor rastro como si le hubiese tragado el mismísimo demonio.
ACTO TERCERO
…abro la mano y lo tengo todo...
PERROS Y ROCK AND ROLL

Siempre quise heredar el reloj que mi padre guardaba en su mesita de noche. Había pertenecido a mi tío Antonio, nombre poco literario, pero más pegado a la fantasía que el Correcaminos. Sobre correr caminos, sabía mucho mi tío. De joven estuvo montando la vía del tren de La Belgique. Queda testimonio gráfico en una foto en la que él bebe de la bota de un vasco compañero de suplicio.
Cada domingo impar había carreras de galgos en el canódromo municipal. Era todo un espectáculo al que me llevaba mi tío. Gratuito y exclusivo, tan exclusivo que era el único evento que sucedía en el barrio. Pero recuerdo aquellos galgos enormes con hocicos puntiagudos con la lengua colgando a un lado y el trote más fulgurante del que ganaba la gloria efímera de ser el más rápido y el más perro. En la cantina del canódromo daban vino blanco de Sanlúcar, que bien podría ser el motivo que atraía a mi tío Antonio los domingos impares, además de la música que sonaba en la megafonía, una especie de Rock and Roll cantado por un tal Silvio en lengua aborigen.
Siempre quise heredar el reloj de mi tío Antonio. Antonio, un hombre robusto y trabajador que cayó en el alcohol siendo muy joven y que arrastró su dipsomanía hasta el final de su vida. Cuando me apretaba la correa de aquel reloj suizo, automático, después de ajustar la fecha y las manillas del minutero, tenía la sensación de transformarme en otra persona, alguien que acababa de volver de Bélgica de la vendimia a finales de otoño de 1966.
Era el tercer año consecutivo que hacía la vendimia en el extranjero y a su regreso a Sevilla venía gastando francos con delirio. Se había bebido literalmente el sueldo de toda la campaña en una semana, y cuando regresaba a su casa cada tarde, iba tropezando con todo y balbuciendo mil insultos. A pesar de los cientos de caídas y arañazos que acumuló su dueño, el reloj después de unos años seguía funcionando con precisión. Había que agitarlo en círculos para que su sistema cinético se pusiese en marcha.
Todo le sucedía de un modo descuidado y sin previsión a mi tío, pero lo cierto es que ya contaba con veintiocho años y no se le había conocido más novia ni mujer que la botella. Sólo aquel año que emigró a Alemania e intentó colocarse en una fábrica de automóviles estuvo frecuentando un burdel que los jefes de la fábrica colocaron junto a los barracones donde trabajaban los españoles. E incluso entre los brazos de las prostitutas turcas se quedaba dormido y babeando sumido en su borrachera.
Después de una vida de inclemencias, de oquedades existenciales, y una pronunciada cirrosis, Antonio descansaba en el hospital de miserables de la capital una Navidad, sufriendo un delirium tremens. No reconocía a su hermano, mi padre, ni me reconocía a mí, su sobrino predilecto. Sólo lloraba como un niño asustado por la muerte que se avecinaba. Su organismo no soportaba la sangre sin alcohol, y tardó menos de dos días en morir, entre pesadillas de perros que lo mordían por debajo de la cama.
De él heredé un reloj suizo, cinético, preciso. Cuando lo ato a mi muñeca siento una sed tan profunda y desaforada, que temo lo peor y lo devuelvo a la mesita de noche de mi padre, por si acaso.
GYPSY DREAMS

En el número 20 de la calle Isaac Peral vivían hacinadas varias familias de payos, quinquis y gitanos. El número 20 era temido por los empleados de correos, de la policía o de cualquier miembro de las fuerzas del orden. Nadie se adentraba en aquel pasillo que desembocaba en un patio con una letrina comunitaria y un fregadero para toda la comunidad.
Fidel había gastado todo su dinero en una guitarra para su hija Clara la única gitanita matriculada en el Conservatorio Superior de Música de Sevilla. Clara estudia quinto de instrumento porque su padre se empeñó en que tuviera una formación clásica y una instrucción que le permitieran salir de tollo, la cochambre arrabalera en la que se había criado. El padre de Clara adoraba a su hija que estaba compaginando con éxito estudios de Bachiller y de Música. En cambio, Elena, la madre de Clara se ponía roja de iracundia cuando veía a su niña vistiendo unos vaqueros ceñidos al cuerpo.
-Una gitana debe cuidarse de los payos, mirar por su reputación- pensaba la madre de Clara.
Clara con apenas dieciséis años pasaba horas estudiando y dando clases particulares de guitarra flamenca para pagar sus estudios mientras la madre maldecía la hora en que Fidel llevó a la niña al conservatorio. Fidel perdía los papeles con Clara, la quería y luchaba por su futuro. Había hecho trabajos indeseables pero honrados para sacar a su hija adelante, echando horas y horas en la calle y cobrando unas miserables pesetas. Pero al oír por bulerías a su hija, todo el dolor y el esfuerzo estaban justificados. Su padre seguía de cerca los pasos académicos de Clara, que entre otros había ganado algún premio de promoción de grado elemental y grado medio.
De los dedos de clara brotaban acordes barrocos con una ligera mezcla de fuego y caldero gitanos. Su alma flamenca paseaba por el mástil de la guitarra llorando paisajes que hacían suspirar a su padre. Y si Clara tocaba sin partituras, el corazón de su padre se detenía como un metrónomo sin cuerda. Él había sido toda su vida un guitarrista frustrado con dedos de albañil.
En su dieciséis cumpleaños hubo alguna sorpresa. La extensa prole de la familia Quintana, primos, tíos, abuelos, patriarcas, matriarcas hasta un total de cincuenta personas esperaban la llegada de Clara en el patio de Isaac peral, 20. Sentados sobre cajones de cerveza, escalones y rebates. A la diez de la noche la familia se impacientaba un poco por el retraso de la niña y sobre la cama de matrimonio de los padres fueron acumulando toda suerte de regalos de ajuar: billetes, esclavas de oro, pendientes de coral y diademas de piedras preciosas. Entre sus primos eran varios los que la habían cortejado desde niña.
La expectación crecía y las cervezas caían a docenas. La abuela Tamara hacía migas con chorizo en un perol descomunal y todos los gitanitos hacían palillos y tocaban las palmas por Triana, barrio del que fueron exilados por el ayuntamiento.
Pinta angelitos negros…
Clara, dedos de seda y martillos sobre las cuerdas, alma errabunda y ojos de noche de lobos. Cerebro logarítmico y alma guerrera. Llega al barrio acompañada de su amigo Klaus, ajena al bodorrio. Klaus, querubín alemán, sevillano con acento bábaro, rubio como la cerveza, ojos azul cielo y dos metros de persona.
Pinta angelitos negros…
Suena el timbre. Se hace el gran silencio. Se abre la puerta, entran por orden, Clara y después Klaus, llegado en el peor momento, confundiendo los parámetros cronoespaciales.
-Os presento a mi novio Klaus.
Se sabe que desapareció y su padre la buscó largos años. Se sabe que fue desheredada por su familia, pero decidió marcharse y perderse. Abandonó a los suyos y le resultó doloroso dejar a su padre. Pero la sangre guerrera le podía sobre todas las cosas. Su destino iba a ser sólo suyo.
BOLAS CONTRA MACETAS

Hay dos cosas que no nos hubiese importado nada ver arder de pequeños, un coche de policía y la oficina del INEN. Y creo que una anarquista de Barcelona nos tomó la delantera. Dada su insostenible y miserable existencia de parado de larga duración decidió rociar con 50 litros de queroseno la oficina abierta del desempleo con los empleados y los demandantes dentro. La gente despavorida huía es desbandada entre el griterío propio de semejante temeridad. Con la oficina ya desierta, el anarquista se atrincheró junto a la puerta principal atrancada con un banco y con un Zippo en la mano se puso a dirigir un mitin contra el capitalismo que lo había llevado a tan lamentable coyuntura existencial. La policía, ya de marrón, dispuso un mediador de conflictos anarquistas y suicidas, y con mucha calma disuadió al pobre y quijotero desempleado para que depusiese su conducta, no sin antes establecer un pequeño diálogo laboral:
─ ¿Cuánto me va a caer de cárcel si apago el encendedor?, y ¿si lo arrojo a la gasolina?─. Cuestionó el kamikaze barcelonés.
La Policía no entendía nada de ese cuestionamiento teórico, sobre todo en un momento tan peliagudo. Pero se vio obligada a responder al futuro reo desesperado.
─ Sin fuego son seis meses y un día, con fuego son diez años.-
Después de un crispante silencio, el anarquista abandonó su atrincheramiento y se entregó sin oponer la más mínima resistencia. En privado, explicó al capitán que había dirigido la operación antiterrorista, que él sólo buscaba empleo, pleno, como dice la Constitución Española, pero que nadie lo había llamado de la oficina en cinco años, y que ya nadie le iba a llamar para darle un empleo. Al saber que con seis meses y un día le quedaban al salir diecinueve meses de desempleo, con el mínimo interprofesional, quiso llamar la atención del Gobierno y vive Dios que la llamó.
En Su Eminencia se preparaban las trincheras contra los maderos después de una semana de huelga en el sector de la construcción. Los sindicatos se defendían a sí mismos, protegiendo su culo de cualquier suerte de despidos improcedentes. Los albañiles cobraban ochenta mil pesetas al mes, trabajando los sábados por la mañana, y la muerte por aplastamiento de dos obreros en Utrera levantó un escozor difícilmente controlable. La Manifestación había sido convocada un lunes a las 19:00 horas, y en octavillas y carteles aclaratorios se avisaba a los dueños de establecimientos comerciales para su debido cierre. A las 18:00 un amigo y yo jugábamos a la petaco en un bareto infame que todavía no había chapado. Por la ventana del establecimiento empezaron a desfilar los albañiles, yeseros, alicatadotes, encofradores, que llevaban quince días sin cobrar un duro y empezaban a mostrarse francamente mosqueados. A la turbamulta se sumó una vorágine variopinta de camellos, yanquis, porretas, y todos los tirados del barrio. Tras el aviso definitivo del piquete, tuvimos que desalojar el establecimiento y salimos un momento a pasear por la carretera donde los maderos avisaban con megáfonos de la brutal carga que iban a desplegar sobre los manifestantes que no se disolviesen. Y allí nadie tenía cara de quererse disolver, más bien de todo lo contrario. Y los macarras de Su Eminencia entre el tumulto preparaban tirachinas, hondas, cócteles molotov en botellines de la Cruz del Campo. En la calle central, donde se encontraba el mercado de heroína más grande de Sevilla, tenían preparado un SEAT 850, cargado de neumáticos y listo para arder. Cuando la policía dio el último aviso de disolución, y se escucho el primer tiro de bolas de goma, una mano anónima encendió con gasolina el interior del coche y entre varios delincuentes rabiosos lo empujaron dejándolo en mitad de la carretera. Empezó el carnaval. Las viejas recogían a los nietos de la calle, las lecheras peinaban literalmente los rincones de todo el barrio y las trincheras se ocultaban entre los montones del basurero municipal, y la chatarra de viejas trifulcas. Un manifestante cayó al suelo, y fue brutalmente aporreado en la cabeza y la barriga mientras los demás huían despavoridos como liebres. Una vieja que increpó al policía bastardo fue alcanzado por una bola incandescente en la espalda. Aquello detonó la más brutal revuelta que han podido presenciar mis ojos nunca. La batalla se trasladó a los callejones del barrio, donde la policía estaba en franca indefensión. Las viejas hacían puntería con las macetas de gitanillas sobre las cabezas de los polis y los camellos del barrio sacaron a mamporros a dos policías de una lechera, tras lo cual prendieron fuego al vehículo. Había gente bailando alrededor del coche en llamas en plena orgía arrabalera, y en cuestión de una hora todo el barrio era un polvorín echo cenizas. Los titulares de la prensa local dieron las cifras reales de lo ocurrido: siete manifestantes heridos de bola de goma, quince detenidos y veintidós policías atendidos en la UCI por impacto de maceta en la cabeza.
Los obreros de la construcción no mejoraron sus condiciones laborales, porque justo entonces comenzaban a deslocalizarse los patrones y a globalizarse el desempleo. Pero el precedente para la policía quedó muy claro: en Su Eminencia, era mejor pasar deprisa y si era de noche, con la luz del rótulo apagada.
Ya quedaba poco por desahuciar no quedaba empleo en el Muelle, la industria textil se había marchado a Marruecos, el PER era para gente de campo, y no había ninguna clase de industria: puto paro, heroína, abandono, estercoleros, misera y ganas de cortarse las venas.
BLUES EN JUAN XXIII

En los primeros años 80 empezaron a respirarse ciertos aires de permisividad en el terreno del cannabis. En Su Eminencia había varios mercadillos de drogas, heroína, grifa, y más tarde llegarían las pastillas, LSD, y otras substancias demoledoras. Igualmente surgieron grupos bajo la influencia de esos aires y de estas drogas.
Algunos de estos grupos llegarían a la más alto Parnaso triunfando desde las 3.000 mil viviendas. Raimundo y Rafael Amador que tocaban en los comerciales de Juan XXIII un extraño flamenco, estirando el bordón de su Gerundina, como si fuera de goma, terminaron tocando en directo con BB King.
Silvio y Barra Libre hacían rock and roll en inglés inventado y en italiano borracho. Silvio salía a la escena borracho con un cubata en cada mano. Aparecía por la derecha del escenario y volvía a salir por la izquierda, sin saludar siquiera. Pero cuando lo ponían delante del micrófono y lo agarraba, con el ciego tan grande en el que vivía, el público saltaba y aullaba, en un éxtasis alcohólico y nihilista. Después de recorrer medio mundo intentando triunfar como músico, su alcoholismo le devolvió a Sevilla con el rabo entre las piernas, con una cirrosis hepática fulminante. Le recuerdo en un concierto-maratón de 48 horas de música en directo, en Triana. Ni los mismísimos Rolling hubiesen provocado la orgía que se montó en la Calle San Jacinto: la bulla después de dos días bebiendo y drogándose ininterrumpidamente asaltó la barra del local y tuvo que intervenir la Policía que también llevaba dos días de música y de drogas.
En la calle encontrábamos a menudo a un viejo ciego que tocaba el acordeón y a un baterista bizco con un nervio medular que lo hacía temblar mientras tocaba el bombo, la caja y el platillo. Eran Los Incansables de Torreblanca. Verdaderamente infatigables, tocaban durante horas sin parar a la puerta de los bares, en los chiringuitos de verano, se ofrecían para bodas, bautizos y comuniones. El bizco y el ciego, sólo cobraban en bebidas, cubatas de whisky, de ginebra, de cognac, de lejía, disolvente, aguarrás, lo que fuese. Eran los músicos más borrachos del panorama callejero. Pero su gran virtud, lo que los hacía francamente únicos era su capacidad para tocar y tocar, mientras quedase algo de alcohol en alguna botella. La última noche que los vimos de marcha en la calle parecían sacados de una enciclopedia gitana. El ciego vestía de negro completamente, con una mascota negra con cinta blanca, y el bizco llevaba una camisa roja a lunares blancos con un pañuelo pirata en la cabeza y con su ostentosa bizquera. A la mañana siguiente, dormían en el suelo sobre sus propios orines y vómitos, felizmente.
La escuela Braille que los había recogido y educado desde niños, le había desarraigado sus respectivas cegueras, pero el alcohol les daba una nueva suerte de ceguera nihilista y cósmica. Eran las estrellas indiscutibles del panorama musical callejero. El bizco que veía doble, cuando bebía veía cuádruple y, dos tambores y un platillo parecían una auténtica batería, veía tambores por todas partes. El ciego se agarraba al bizco borracho para cruzar la calle con tráfico. Así les iba.
LAS MANOS

Valen para todo. Las manos. Sirven para rascarse las partes, para llamar por teléfono a urgencias, para pasar las páginas de las enciclopedias, para prepararse un colacao, y sobre todo, y eso lo saben muy bien los ricos, para que las empleen los pobres trabajando. Y los psicólogos, que son un invento de las sociedad postconsumista, reconocen la necesidad de que los adolescentes sean protegidos y de que sólo las empleen en formarse, no trabajando. Pero Dios y la Santísima Iglesia reconocen la necesidad de que existan pobres porque si no, ¿quiénes iban a levantar el país?
Así es como el trabajo dignifica a los pobres y a sus hijos, empleando las manos para sostener el mundo de los ricos, que reservan sus manos para peinarse el flequillo o esnifar o firmar pagarés. Y los pobres y sus niños de chapuza en chapuza, para ganar un maldito jornal y mantener de sol a sol sus esqueletos y sus tripas currando.
Los sábados sonaba el despertador a las 8:00 en la mesilla de noche de mi padre que urgentemente me despertaba. Tomábamos un café con leche y ya estábamos camino del tajo. Por ochenta mil pesetas había comprado una parcela en la que iba a construir la casa de nuestros sueños. Pero claro su hijo de ocho años ya participaba en la elaboración y transporte manual de hormigón armado.
Los hijos de los pobres no son magos, ni guitarristas, ni estudiantes, ni licenciados, ni van de vacaciones a Londres, son sencillamente currantes. Seis cubos de arena, dos cubos de chinos y un cubo de cemento constituyen media liga de hormigón. Y los camiones transportaban los ladrillos a millares. Diez millares son aproximadamente diez mil ladrillos que cogidos en tanganete tarda una cuadrilla de cinco niños unas cinco horas en recoger de la calle y meterlos en la obra. Eso que ahora llaman el cuarto mundo. El tajo. El trabajo infantil no es un souvenir de la época de Primo de Ribera. Es algo que lamentablemente todavía no ha sido erradicado de la faz de los barrios obreros.
Con diez años estaba tan fuerte como Bruce Lee o Stephen Chow. Pero Su Eminencia no era un barrio de karatekas. Todas las casas habían sido autoconstruidas y no había dos iguales. Era la heterogeneidad más versátil que podía observarse arquitectónicamente hablando. Cada cual arrimaba a su parcela lo que podía. Los inodoros podían tener varias vidas en varias casas. Todo se reutilizaba por necesidad. Los ladrillos normalmente se robaban de las construcciones municipales y las casas tardaban más que las pirámides de Egipto en ser culminadas.
El asfalto, la luz pública, el alcantarillado eran algo tan lejano como inexistente. Las ratas, las cucarachas hacían eslalon gigante entre la basura y los escombros del vacíe municipal que era, como dije más arriba, el horizonte que se veía desde las ventanas de las viviendas. Los perros, los burros y las personas sólo se distinguían, por el idioma que empleaba cada especie. Aunque, había cada especie de personas… Pero algo nos unía a todos. Sobrevivir como lema. Sobre la miseria y sobre la basura vivían personas. Sin servicios sociales, aparte una casa-socorro, sin parques ni columpios, ni resbaladeras, ni nada. Y ¿quién quiere ser niño en estas condiciones? Recuerdo pedirles a los Reyes Magos una ametralladora con seis años. Y no era para jugar a indios y cawboys. La mala leche se llevaba en la médula hasta que civilizabas y maquillabas tu rabia.
En verano hacía de peón sistemáticamente. Desde la tierna edad de ocho años iba de paquete en la Mobylette de mi padre al chalet de algún ricachón. El aprendizaje era rápido. Con las manos. Mi padre me enseñó un verano a usar el palín. Parecía divertido a las ocho de la mañana de un 3 de julio.
Coges el mango con las dos manos. Pones los dos pies sobre el borde del palín de hierro y dejas caer el peso de tu cuerpo sobre la tierra roja. Y casi por inercia el palín se clava en el barro recién regado con agua de pozo. Un juego de niños. Cuando has aprendido a usarlo llega lo peor. Tu padre dibuja un rectángulo con yeso sobre la tierra. Un rectángulo de cinco por siete y te dice:
─ Ya sólo te queda cavar la piscina que va justamente debajo de los trazos.
El sol te parece entonces una esfera cabrona que irradia malaleche para que tú revientes cavando y cavando como un jodido esclavo. Cuando completas un carrillo de tierra, sólo tienes que llevarlo a una cuba que se encuentra a sesenta pasos de la futura piscina. Y así, carrillo a carrillo, palín a palín, es como los ricos se bañan por el módico precio de cinco mil pesetas el jornal del albañil y del peón. ¿Quién ha dicho que no se puede combatir el calor del secarral de Sevilla en Agosto? Bastan unas manos baratas.
Las manos doloridas, con las que los yonquis se chutaban ralladura de mármol en las arterias, con las que las chavalas fregaban las mansiones de los Peralta en Sevilla, para volver a sus casas malpagadas y folladas por los señoritos jerezanos. Las manos de los traperos que comían directamente de la basura corrupta. Las manos de todos los esclavos de las pirámides del extrarradio. Las manos de los jefes de obra, bien llamados chupatintas. Las manos para cavar en la tierra el último agujero, la cama definitiva, el colchón de tierra con edredón de tierra para, por fin, descansar plácidamente en el eterno paraíso de los pobres, donde todo está oscuro y nadie te sirve un chocolate caliente en Domingo, día del señor.
LA MUDANZA

Aquel mes de julio se preparaba caliente. Estaba a punto de comenzar el Mundial de Fútbol que tenía dos sedes en Sevilla. Yo había acabado mi primer curso de secundaria con ocho asignaturas suspensas. Todo un éxito. Acababa de cumplir dieciséis años hacía una semana. El barrio era un hervidero. Nadie tenía un duro para viajar o largarse a la playa, así que cada cual se preparaba para soportar el estío más seco y duro que daría aquel siglo. Había restricciones de agua merced a dos lustros de prolongada sequía.
Mi padre había construido una casa mayor que la del número 24 de Isaac Peral, en un barrio acólito, en una antigua tierra de cultivo, soterrada bajo la nueva autopista que cruzaba el barrio en dirección a Madrid. Había que mudarse, trasladar los enseres mínimos que decoraban nuestra abandonada vivienda. Sin más ayuda que mis manos, sudando como un cerdo ante un matarife, comencé por los roperos, las camas, el mueble-bar ancestral, la mesa y las sillas.
La nueva casa estaba a dos kilómetros de distancia. No teníamos coche ni medios para sufragar la mudanza. Sólo teníamos un viejo carrillo de mano y una soga de albañil. El primer porte lo hice con aquel carrillo cargado más arriba de lo que alcanzaba mi vista. Eran las once de la mañana y ya hacían treinta y seis grados.
Avanzando con pasos de tortuga para evitar que la carga de tambalease y cayese sobre el camino, tardé más de media hora en llegar empujando al nuevo domicilio. Cargaba, descargaba y volvía a cargar y descargar. A pie trasladé todas las baldas de los muebles, las sillas, la televisión y el sofá. Cuando acabé eran las cinco de la tarde y hacían cuarenta y cinco grados. Tenía una sed tan insaciable que no la mitigaron ni dos litros de refresco que tomé.
La nueva casa tenía setenta metros cuadrados por planta, era otro planeta. Ya por entonces sólo éramos tres en la familia. Mis hermanas se habían emancipado poco antes. Quedaba por construir la planta baja que no era más que un solar baldío que antes había sido un taller de mecánica. El nuevo barrio acababa de conquistar a fuerza de manifestaciones y cortes de tráfico el alcantarillado y el agua corriente. Pero las calles eran un barrizal cuando llovía. No había asfalto ni acerados y mucho menos señales de tráfico o semáforos. Era una suerte de barrio obrero autoconstruido con aspecto de pueblo. La gente vivía sin las escrituras de la tierra que ocupaba.
Todo el que llegaba a aquel destino lo hacía escapando de algo. De una vivienda indigna y ridícula, como habíamos hecho nosotros. De la civilización urbana del extrarradio, de la máquina de marginación que eran las barriadas de nichos de trece plantas, pero también huyendo del control de la ley. En La Palma se instalaron familias mafiosas, camellos, laboratorios clandestinos, en definitiva gente con un extraño modo de entender la justicia y su reparto equitativo. La fe y la esperanza de los primeros años pronto se convertirían en una negra premonición. Era imposible huir de la pobreza. Y la pobreza hace rápido maridaje con la injusticia, el rencor, la rabia, el odio premeditado, la envidia, la perfidia, la vendetta, la arrogancia, la altanería, el LSD, las anfetas, la cocaína, la heroína, el alcohol y sus miserias.
«Caperucita y Marco llegan a Perrolandia
Hay que huir de nuevo, marcharse a otra parte, enterrar el pasado, inventarse la vida. O encerrarse tras la puerta y no mirar a la calle ni por la ventana. Aislarse de la jungla, impedir que su ley marcial te alcance…»
TALLER DE LITERATURA

Si he de señalar la adolescencia por excesiva lo hago por la poesía, el suicidio megalómano y miserable, por la ataraxia de la cerveza y de coñac, drogas populares, por las niñas difíciles y el rijo cósmico, por el autoabandono consciente, por la destrucción premeditada de neuronas y el nihilismo preconsumista, por la vida analógica del cine de verano, Bruce Lee y el Che, Paco Ibáñez y por las tetas de mis amigas, por las noches fuera de casa, el hambre, el frío, la monodieta, la lluvia y la bicicleta.
Aprendí a beber gratis en todos los sitios y a emborracharme de gorra. Llegaba a casa a las cuatro de la madrugada y mucho más a menudo de lo que hubiera deseado, la lluvia gélida me sorprendía en bicicleta totalmente mamado. Esa embriaguez fue mi novia muchos años, en la calle, en los portales, en los jardines públicos, en los sórdidos acerados y en la hostilidad de noche urbanícola.
Decidí no tener padres, ni maestros. Ser mi valedero en la corte y en la aldea, en la vida pública y en la privada. Para ello empecé a sufragar cada cosa que necesitaba, empezando por las fotocopias de libros de texto, los manuales de consulta, los porros y los cubatas y las visitas al cine Alameda. Jamás dejaba en segundo plano la droga dura: Dostoieski, Kundera, Neruda o Cortázar. Jamás robé un libro, no podía subestimar el ISBN, aunque no supiese lo que significaba en aquella época.
La secundaria se prolongó más allá de la ternaria y la cuaternaria. Mi padre, empeñado en hacer de mí un albañil de provecho, solo recibía mis vituperios, epítetos soeces y mi perfidia. Me matriculaba año tras año en cursos que hasta tripitía y mi hermana más afanada que yo en lo académico, insistía en quitarme del barrio, aun a costa de jubilarme como alumno de instituto. Sirvió su empeño. Un día que desperté con diecinueve años y sin más éxito académico que hacer mi quinto año de secundaria, decidí que ya estaba bien de hacerme el experto en el tiempo libre. Me tiré a los libros, sin red, en un triple mortal. Aprobé todo con notable, la filosofía de Heráclito, la Historia de la Revolución Industrial, la lengua del Cid y de Don Pelayo, las matemáticas invariables. Me convertí de repente en un subproducto marginal e ilustrado. Conocía hasta el número de zapatos de Miguel de Cervantes cuando compuso La Galatea. En fin, superé la prehistoria de mis orígenes.
PERDIDO

Había heredado la bicicleta de mi tío paterno. Una clásica bicicleta de acero con manillar de paseo y frenos de varilla. Era negra y pesadísima, pero me servía para ir y volver al instituto ahorrando el dinero del autobús. Los viernes salía con doscientas pesetas para cerveza y para el autobús que canjeaba por cigarrillos. Recogía a alguna amiga que venía montada en la barra de la bici y nos dirigíamos al centro.
Allí nos veíamos con la pandilla. Un círculo bastante heterogéneo y disoluto. Todos estudiábamos en un Instituto del extrarradio, un centro que acogía a todos los chavales derivados de los barrios al margen. El baremo de los restantes institutos dejaba claras nuestras posibilidades de inserción social. No era un instituto de segunda fila, pero dada su situación geográfica y lo variopinto de su población, acabó generando una camada de desarraigados considerable. En la puerta de entrada se colocaban algunos tiburones que inspeccionaban a cada niño y cada niña. Te robaban el reloj digital, las zapatillas de deporte, el bocadillo, el dinero de bolsillo. Para ello te amenazaban con una navaja o con una botella de cerveza rota. Te desplumaban. Si tenías una bici nueva tenías que perderle el cariño.
La suerte de mi bicicleta eran sus treinta años de vida y de óxido. Paseaba en ella a mis anchas porque nunca fue objeto de devociones ajenas. Era mi medio de transporte, un icono de la vida de aquellos años errantes. Mis amigos me la pedían para ir a comprar litronas o porros. Yo había desarrollado una gran habilidad para manejarme con ella. Llegaba a todos los barrios. Atravesaba todas las avenidas y jardines. Llevaba a mis amigas al centro.
En el Postigo nos encontrábamos los viernes para festejar nuestra juventud y nuestras ganas de juerga. Los coletazos de los setenta trajeron una caterva de seres inútilmente antisociales y comemierdas. La lista era más o menos la siguiente: los punkis eran muy llamativos y vistosos. Eran como folclóricas borrachas arrebatadas de las colas del INEM. Los roqueros eran gente negrísima. Negros por dentro y por fuera. Melenudos como Jesucristo Superstar en versión gitana. Los jipis eran modositos niños de papá reciclados, con ropa aparentemente vieja, pero muy solventes. Los grifotas eran gente de mala vida que suministraban droga o navajazos. Los modernos, los esnob, los tecno constituían una colorida gama de individuos que prefería otra clase de drogas y de música.
Yo era un macarra de barrio muy disoluto que no tenía apego a ninguno de los atuendos ni estilos. Poco a poco me fui convirtiendo en un llanero solitario de las noches alcohólicas. Me podía la necesidad de distinguirme de todos, de no parecerme a nadie, de tener mi propio sello. No había más cultura que la obnubilación, el pegamento, el alcohol, las anfetas, la heroína, la cocaína. Eran drogas estamentales y aclaratorias. Cada tribu tenía su propia droga, lo que generaba distintas conductas y castas sociales. Los pijos, gente guapa y de Lewis, no se mezclaban con nadie. Pero se permitían la coca, la droga más cara del mercado.
A las nueve comenzaba la orgía en la calle. Cada grupo se atrincheraba en un portal. Se gestionaban litronas y porros. Hasta las doce todo era tribu y sociedad. Pero cuando todo el mundo estaba colocado la cosa cambiaba. La hostilidad se adueñaba de los sitios de marcha. Los territorios estaban marcados por hitos claros y pedagógicos. Si te confundías de calle o de garito, tenías serios problemas para seguir en el paro.
Por pura empatía y por necesidad de subsistencia, acomodé en mi atuendo directrices estéticas de todas las peñas. La finalidad era conseguir un aspecto híbrido y selvático que me mantuviese al margen de las disputas y rivalidades. Por hacerme invisible, transparente y literario, y por no perderme nada de lo que se fraguaba en cada sitio. A veces me perdía de mis amigos, o me invitaba a beber gente de la calle con la que compartía peregrinaje espiritual. Me daban las cinco de la mañana agazapado en algún portal. Hacía un serio esfuerzo por erguirme y caminar. Buscaba por instinto mi bicicleta y atravesaba la ciudad hasta mi barrio. Pensaba en las playas de Cádiz, en las arenas de Sanlúcar, en el Levante del Estrecho. Pero la realidad se imponía. La carretera estaba en llamas, los bomberos apagaban los contenedores de basura incinerados, los vecinos se asomaban fumando a las ventanas en plena madrugada. Las ratas hacían cola en la basura. El cementerio de los sueños me esperaba de vuelta a mi casa.
SEÑOR MELERO

Cuando además del sistema, de los bancos, de las pandillas, te rechazan las niñas, la cosa se ponía muy empinada. En los jardines públicos bebíamos, fumábamos o hacíamos pinitos.
Fue en una velada alcohólica que conocí a Fernando Melero llorando mal de amores. Estaba furioso por un rechazo y despotricaba contra todo el género opuesto. Él era de un barrio de avisperos y bloques, no nadaba en la abundancia. Ni siquiera estábamos en el mismo curso, aunque a los dos nos gustaban la literatura y las niñas, no precisamente en ese orden. Durante unos meses hicimos la vida juntos. Preparábamos los exámenes, bebíamos como cosacos. Nos reíamos de nuestra sombra, de las relaciones con los demás, de nuestra estrecha situación económica y espiritual. Nos hicimos amigos. Íbamos juntos a todas partes. Compartíamos la bicicleta, el tabaco, los fines de semana. Todo. A veces mirábamos el mundo, la turbamulta desde algún otero. Vigilábamos el paso apesadumbrado de los peatones. Él leía literatura panfletaria y anarquista. Era un devoto del suicidio romántico y postmoderno. Yo leía mis poemas de aprendiz. Rechazábamos la conducta del doblegamiento, la misericordia de los grupos de amigos en los que había que integrarse, unirse, despersonalizarse. Nuestro camino estaba escondido entre la batahola ruidosa, pero era individual, no gregario, no el de los demás. A pesar de todo éramos demasiado pobres para ser totalmente asociales. Nuestra anarquía se limitaba a un estrecho círculo de pensadores borrachos.
Al poco tiempo apareció Lola. Una jovencita hermosísima de dieciséis años, morena y moruna. Una niña de las Tres Mil Viviendas que se dejaba querer de Fernando, con una risa sensual y brillante. Con ella, aquella visión idílica de los sueños compartidos iba cobrando cuerpo. Había aparecido el amor sonriendo a Melero y a Lola. Yo me complacía de la compañía de ambos. En poco tiempo, las cosas iban a perder el halo numinoso de los dieciséis años. Melero dejó de estudiar y se marchó al Servicio Militar. Volvió cambiado, asilvestrado, más terráqueo. En unos de sus permisos Lola se multiplicó por dos. Yo lo supe antes de que le diese publicidad porque su rostro reflejaba una latente ansiedad. El aterrizaje en la realidad fue pasmoso.
Tres, divina cifra. Tres sin paraíso, sin huerto que labrar, sin un puto duro. Cuestiones mundanas. ¿Dónde vivir?, ¿cómo vestirse, alimentarse y criar al número tres?, ¿qué diablos hacer con un hijo y solo dieciocho años?
Los días luminosos iban apagándose y haciéndolos madurar. Melero no tenía oficio. Lola fregaba escaleras por quinientas la hora. No eran más que dos niños padres. Un familiar de Fernando ideó una solución funcional. Don Melero con pantalones y chaqueta gris marengo, dejaba los pantalones superpitillo y las John Smith, los porros y las litronas a cambio de pañales, biberones y un maletín de comercial de puerta fría, lleno de ofertas de pisos, seguros, sistemas de alarma o contra incendios. Don Melero lo vendía todo, menos a su mujer y a su hijo. ¿Había sido engullido por la maquinaria?
Aprendió a sacarle los cuartos al más pintado. La transformación fue fabulosa. Se convirtió en un as de la puerta fría, de la venta a domicilio. Aprendió a vender hasta lo más peregrino. Llamaba a todos los timbres sin pausa y sin frustración. No sufría por no vender, incluso estando todo el día tirado en la calle, que se convirtió en su aliada. Salía temprano de su domicilio con un gran billete en el bolsillo y lo tocaba para sentirse seguro. Llegaba a la oficina tempranísimo. Preparaba un ruta de ventas. Descolgaba el teléfono, marcaba un número al azar y profería un Hijo de puta a cualquier desconocido. Así comenzaba una dura jornada de comercial callejero.
Melero seguía agazapado tras el gris marengo propiedad de Don Melero. Se había convertido en un vendedor tenaz y contundente a golpe de nudillos contra las puertas cerradas. Nunca rogaba a nadie, la gente terminó corriendo tras él para comprar sus mercaderías, metamorfoseado por el sistema. Eso, o su hijo con hambre. Eso, o su mujer llorando. Y Lola vivía dejándose la tinta de los sueños no escritos fregando ajeno, sin quejarse, sin dudar ni un segundo.
¿Qué clase de amantes soportan hoy la indigencia, la premura del estómago, las escaleras sucias, la divina y prostituta calle?
Tres se llama Pablo.